martes, 14 de febrero de 2012

NADIE LA VA A RECORDAR



“Cada mañana se nos informa de las novedades del planeta. Y sin embargo somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que no nos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en provecho de la información.”
Walter Benjamin

Esa mañana subí al metro absorto en mis pensamientos de siempre y sin siquiera poner atención a la cinta que tocaba en mi walkman. Me apoyé como suelo hacerlo en uno de los postes tubulares aledaños a las puertas. Miré los invariables anuncios de escuelas que prometen caminos al éxito y al mejor de los futuros posibles, de pan dulce industrializado, de golosinas, de modas, de prodigios para el embellecimiento, de licores y otras tantas amarguras disponibles. También miré en un instante los ineludibles emblemitas de las estaciones que recorre la línea, después eché una ojeada a mis coviajeros que lucían tan impasibles y convencionales como seguramente también yo. No había alguien peculiar; ninguna muchacha excepcionalmente hermosa, ningún anciano rebosante y vivaz como los que sólo salen en la tele. Sólo chicas guapas maquilladas o maquillándose, muy presentables o muy casuales, humildes trabajadores o empleados perezosos y engreídos, estudiantes ilusionados y desilusionados por igual; pasiones contenidas, ocultas, ferozmente insondables. Después de un par de estaciones el pasaje ya se había apretujado lo suficiente para no ir cómodo pero no tanto como para molestar.

Me di cuenta de que mientras el convoy avanzaba de nuevo algunos de los pasajeros empezaron a desvanecerse; sólo unos cuantos por todo el vagón, sentados o de pie, perdían nitidez lentamente y se hacían semitransparentes, como espectros, sin desaparecer del todo. Miré sorprendido a todos lados y nadie parecía percatarse de lo que ocurría, inclusive miré mis propias manos y luego palpé mi cabeza, mi torso y mis muslos para cerciorarme de que me mantenía sólido además de visible. No entendía porque estaba pasando eso, ahí seguían esas figuras diáfanas y fantasmales sin inmutarse siquiera; apacibles y hastiados, como si esfumarse fuera un acto natural, una suerte de mimesis. Dos o tres sortearon las estrecheces como cualquier otro y se aproximaron a las puertas para bajar en la siguiente estación. Ahí salieron y anduvieron por el anden sin el menor sobresalto; más aún, también otros cuantos abordaron tomando sitio serenos y etéreos, desperdigados como cualquier otro ciudadano, sin revuelo, como las muchachas bonitas, los empleados, los escolares o los vagos. Yo no salía de mi azoro y no podía encontrar alguna razón de lo que estaba ocurriendo.

Bajé en la estación a la que iba rodeado de comunes y desvanencientes por igual. En el anden ya casi era de uno a uno la relación entre los típicos y los nuevos extraños; en la calle pude ver que entre los transeúntes, los usuarios de colectivos y tripulantes de coches ya se contaban muchísimos espectros. Me armé de valor y cuando vi que uno venía caminando por la banqueta en sentido contrario a mí, me le puse enfrente y traté de abordarlo, pero sin mirarme siquiera me esquivó con un gracioso quiebre y no atendió a mi “¡Hey, oiga, espere por favor!” En fin; seguí mi camino y llegué a la oficina. Ahí noté que había menos gente que de costumbre, apenas unos cuantos de los otros que trabajan en el mismo piso, tomando café despreocupadamente, o iniciando sus tareas, o jugueteando y conversando, o llamando por teléfono, u hojeando algún periódico o revista. Fuera de la escasez de gente, que hacía el entorno más apacible, nada parecía distinto.

Vi acercarse a la señora que hace la limpieza, que era la única que tenía aspecto de desvaneciente. Me dirigí a ella para interrogarla sobre lo que le estaba ocurriendo; “oiga”, le dije, “¿Se siente bien? ¿No nota si le está ocurriendo algo extraño?”, pero tal como la otra persona, o mejor dicho, como el otro espectro, la señora hizo caso omiso a mis llamados, y además, el resto de los que se encontraban cerca me miraron como desaprobando que importunara su literal abstracción. No me quedó más remedio que tratar de olvidarme del misterio por el momento, en espera de una mejor ocasión para averiguar por qué tanta gente se estaba esfumando.

A la hora de la comida la escasez de gente era impresionante, aunque curiosamente ya no había quienes tuvieran apariencia espectral. Sin el ajetreo habitual, la mesera aparecía y desaparecía intermitentemente tal como cualquier día, solícita y distante. Comí sin contratiempo alguno, pero cuando me acerqué a la caja para pagar, nadie estaba cobrando. Luego de un par de minutos, al pasar la mesera le pregunte si nadie me iba a cobrar la cuenta. Se limitó a encogerse de hombros y siguió su camino. Opté por dejar en la charola el importe de la comida y me retiré.

Después de algunos días sólo saqué en claro que a nadie le interesaba que los demás desaparecieran. Todos seguían tan campantes y ninguno de mis intentos de que alguien me diera su opinión al respecto arrojó resultado alguno, a quienes preguntaba guardaban silencio o si acaso emitían alguna evasiva más bien torpe. Poco a poco me fui acostumbrando a que no se viera más que uno que otro pasajero en los andenes del metro, a los vagones prácticamente vacíos, a las calles sin tráfico, a las oficinas semidesiertas, a los sitios silenciosos, a la creciente ausencia de cualquiera que exhibiera desesperación, furia, disgusto, o siquiera un mínimo de asombro. Los escasos persistentes que compartían conmigo la ciudad se limitaban a lo suyo, a hacer algún trabajo que no había modo de saber qué finalidad perseguía, qué beneficio pudiera arrojar, a trasladarse de aquí para allá dubitativos y presurosos como siempre, a leer o simular que leían las portadas de las revistas caducas y las primeras planas de los escasos diarios en cualquier puesto de periódicos, a entrar y salir de los sitios que así les permitían pensar que había algún lugar a dónde ir.

Cada vez había menos gente y a pesar de todo el mundo seguía su marcha inexorable, sin que hubiera información al respecto porque también resultaba más difícil sintonizar la radio, o captar señales televisivas. Cuando llegaba a verse algún noticiero, lo único que aparecía eran imágenes de la mesa de un conductor inexistente y escenas intermitentes de espacios apacibles y solitarios, estadios deportivos con un puñado de obstinados jugadores, parlamentos con algún orador arengando con infructuosa vehemencia a las curules, uno que otro representante de las fuerzas del orden enfrentando o persiguiendo a alborotadores igualmente escasos. En la radio sólo se escuchaba música alternando en raras ocasiones con locutores monótonos y crípticos anuncios plagados de estática, y los diarios, cuando se encontraba alguno, si acaso eran una hoja grande y revestida de tanto interés como antes de que todo fuera así de absurdo, así de distinto, así de intrascendente.

La gente era la misma de siempre, anónimos, impasibles, inescrutables, mudos, tal vez hasta ciegos o tal vez es que yo me empeñaba en ver más de lo que era posible ver, en encontrar razones de lo que simplemente ocurría como la realidad misteriosa y arbitraria de todo el tiempo. No tuve más opción que replegarme en mis inapelables asuntos, adaptándome sin mayor recelo a las nuevas circunstancias; hasta que algo, o tal vez sería mejor decir alguien, surgió abriendo paso a sus propios misterios.

Una mañana la vi, asediando a uno de los escasos espectrales que podían verse todavía de vez en cuando, haciéndole preguntas insistentes como “¿sabías que estás desapareciendo? ¿En verdad no estás dispuesto a hacer nada? No seas malito, dime por qué luces así de raro, ¿qué es lo que te pasa? ¿A dónde te vas?”, y mientras tanto agitaba una mano inocua frente al rostro impasible, y ocasionalmente atravesaba irrespetuosamente la difusa silueta con el paraguas o hasta caminaba a través de la vaga imagen del espectral, que mientras tanto seguía su camino, inalterable. Ella saltaba divertida los charquitos de la acera, sin ningún cuidado pues salpicaba todo el tiempo, como constatando que ni el agua tocaba al incauto víctima de tanto barullo, tan estoico, tan indolente; y sin embargo me sentí indignado por lo que consideraba una vejación.

Quise rescatar al pobre cuasitipo, pero ella sólo se carcajeó de mis desatinadas proclamas por el respeto y contra su impertinencia hacia otro, quienquiera que fuera o lo que fuera el ente al que asediaba. Me tomó de la mano y me dijo, “Si no quieres que los moleste a ellos, entonces tendrás que ocuparte de mí.” Como no me sentí capaz de responder a su inesperada petición, mejor di la vuelta y traté de alejarme, pero ella se puso a caminar junto a mí con una expresión jocosa, irreverente. Sacó de su abultada bolsa una manzana, y tras darle una gran mordida me la ofreció. Me detuve a decirle que no agradeciéndole el gesto, y seguí andando. Ella se encogió de hombros y le dio otra mordida a la fruta. Sin terminar de engullir el bocado se puso a hablar mientras caminábamos; decía que no era su intención hacerle daño al “nebuloso” (así lo llamó) que estaba persiguiendo antes, pero que era la única manera de sentir que había alguien alrededor; que era la primera vez que un “sobreviviente al síndrome de la nada” (así dijo) se había tomado la molestia de intentar reprenderla, de decirle cualquier cosa por su conducta impropia con los nebulosos; dijo que estaba sorprendida y muy contenta de que por fin alguien se había atrevido a hablarle, a decirle algo; que tal vez en realidad sólo estaba intentando llamar la atención, pero que hasta entonces no lo había logrado. Casi había empezado a cansarme, a parecerme desesperante; pero poco a poco su revuelto parlamento me hizo recordar que después de todo yo también quería ser capaz de insistir en todo eso, de hallar la manera de saber algo de todos los que ya no se sabía dónde estaban, algo de los que aún estaban pero de todos modos parecía que no estuvieran; que yo también quería intentar descubrir algo de toda esa lejanía y toda esa soledad que habían llegado así, sin anunciarse.

Pero al llegar a la puerta del edificio en donde trabajo sólo acerté a despedirme con un gesto simple y a mirar como sonreía otra vez mientras decía “adiós” y se iba caminando con su modo peculiar, como saltando, como buscando algo que patear, marchando y deteniéndose, serpenteando por la banqueta aunque el camino estuviera completamente libre, mirando los edificios, los arbustos, el interior de los pocos coches estacionados y a los tripulantes de los aún más escasos coches que de repente circulaban. Después de que se alejó me di la vuelta y entré.

Al día siguiente la vi al salir a comer. Estaba sentada plácidamente en la cajuela de un coche, leyendo un libro muy gastado y haciendo bombas con un chicle. Me acerqué sin pensarlo y cuando la tuve enfrente se percató de que me dirigía hacia ella. Fue entonces cuando caí en cuenta de que no sabía por qué me iba acercando, me detuve un poco nervioso y más bien sorprendido, pero ella me lanzó su sonrisa devastadora y se levantó para recibirme. “¡Hola! ¡Qué gusto que por fin hayas salido! Estaba empezando a aburrirme de estar aquí. Qué bueno que no paso ningún nebuloso, porque si no hubiera dejado para otro día mi visita.” En verdad me causó una alegría enorme encontrarla, pero su manera tan inesperada de recibirme me confundió aún más.

De cualquier modo pude percatarme de que ella también se alegraba de que yo finalmente hubiera aparecido y así pudiera dirigirse a mí; como si realmente hiciera falta algo para alegrarla, porque su sonrisa de cielo claro y ese desenfado tan desconcertante parecían suficientes para no requerir nada más, para contagiarse un poco aunque costara trabajo, pues ella no dejaba de ser otra rareza distinta entre la desesperante persistencia de los sucesos de todo el tiempo. Me tomó del brazo y se puso a mi lado, apretándose como si deseara confirmar que estaba ahí junto a ella, como si necesitara hacerlo para que no me arrastrara la ausencia. Caminamos despacio, en silencio, como tratando de confirmar que después de todo podía haber alguien, algún otro perfecto desconocido que simplemente está dispuesto a una caminata sin rumbo, sin palabras innecesarias.

Después de un rato nos detuvimos en un parque, frente a un pequeño lago artificial casi seco, recargados en una gastada balaustrada de piedra. Ahí me contó cómo había olvidado todo su pasado para poder inventarse cada día uno distinto; hasta el día que recordó que alguien se había quedado a la entrada de un edificio y pensó que ese alguien podía ser el último que le inventara un pasado de verdad, algo que recordar y algo que esperar, aunque lo que se esperaba fuera sólo que hubiera alguien a quien recordar y a quien se quisiera ver después, aunque fuera sólo una vez más. Me contó que aún no había perdido nada porque a pesar de todo aún no había encontrado nada, y que ahora estaba dispuesta a crearse respuestas distintas cada día, siempre y cuando hubiera alguien que las confirmara o las desmintiera, de algún modo. Me dijo todo eso mirándome como a quien se ve en la penumbra, dudándose de que esté ahí, como hablándole a un espejo sólo para escucharse a uno mismo; me lo dijo con una serenidad casi alegre, casi melancólica, que a pesar de parecer infatigable también parecía surgir por primera vez. Tuve que responderle que tal vez era demasiado, que tal vez era muy difícil, pero que a fin de cuentas me había pasado algo parecido, que yo aspiraba a lo mismo. Dijimos todo eso, o algo así.

Desde ese día nos seguimos viendo para acudir a cualquier parte a mirar la ciudad rotundamente baldía y apacible, tan quieta como un espejismo imperecedero que se hubiera petrificado, tan indescifrable como las inscripciones antiguas en sus respectivas ruinas, tan nuestra y tan ajena. Entre nuestras infinitas dudas nos acostumbramos a no buscar razones, a errar arbitrariamente sin mayores sobresaltos que los de las sorpresas que ella descubría o que a su modo prodigaba, a detenernos justo en medio de cualquier cruce para darnos un largo beso, a reinventar una pasión incesante en todas partes y sin ningún pretexto, a colmarnos un poco primero y luego más y luego hasta el exceso y luego volver a empezar, a noches fabulosas que ansiábamos eternas y a auroras inesperadas que nunca nos obligaban a derruir los sueños, porque amarla así no necesitaba ninguna explicación, porque no importaba que a nuestra manera estábamos solos y que no había nadie a quién preguntarle por qué; y si hubiera no teníamos intención alguna de preguntarlo. Estar juntos más que ser una manera de acompañarnos era una forma de afrontar la desolación imperante, ya fuera la de nuestras respectivas soledades que hicieron posible un encuentro circunstancial que no reclamaba tiempo ni espacio, simplemente ocurría; ya fuera la de un mundo cada vez más incomprensible, cada vez más vacío. Lo único absoluto ya no era la perplejidad, sino esa manera de combatir la soledad que era estar juntos sin que fuera premeditado, sin haberlo decidido.

Algunas veces me telefoneaba para contarme sus correrías en la persecución de nebulosos, que no dejaban de ser infructuosas por más que tuvieran visos de epopeya bufa; para leerme algún magnífico poema o pasaje memorable de sus viejos libros; para decirme que se le ocurrían miles de cosas que no me diría por cursis o por obscenas, aunque terminaba por decir al menos algunas; para revelarme su último hallazgo en el laberinto insólito de la ciudad que habíamos conquistado; o simplemente para confirmar la fugaz certidumbre de que yo estaba todavía en alguna parte, y que ella también. Entonces sobraban los motivos para esperar la hora de largarse de ese empleo inútil, o mejor aún, para huir de inmediato porque al fin nadie se daría cuenta, o para abandonar el caos doméstico y alcanzarla en algún sitio más bien indefinido. También ocurría que llegaba a casa sin previo aviso y me inventaba el universo que nadie más que nosotros podría conocer, y  a pesar de que esto producía un dulce cataclismo vertiginoso y arrollador, siempre era mejor arribar a ese anticosmos particular que permanecer en el otro de siempre. En otras ocasiones se alejaba simplemente porque quería, y entonces me gustaba extrañarla, aunque de repente el horror a que desapareciera llegaba a invadirme, ese horror de que otra vez nadie estuviera ahí, en alguna parte, de que ya no hubiera en quien pensar, ni quien pensara en mí, y cuando estábamos juntos otra vez esos temores caían en el olvido, sin importar que fuera sólo por ese momento. Así sus días devastaron promesas inútiles y esperanzas estériles, simplemente transcurrieron.


Parece que hace una eternidad que ya no está. No sé si desapareció, si se olvidó de mí o si no es más que un mito que consiste en lo único que los mitos pueden ser. A veces me olvido de ella, pero parece que eso sirve para que la red que teje la nostalgia sea más y más enmarañada; a veces estoy seguro de que en verdad logré imaginarla para afrontar que todos toman un camino sin retorno; a veces sólo trato de convencerme de me la inventé así. A veces me las arreglo apenas para tolerar su ausencia tratando de soñar que una vez más andará por ahí, inesperada y esperando a nadie en especial, jugando a la ausencia imposible reflejada en la memoria imperfecta.

martes, 7 de febrero de 2012

Justicia Terrenal




Tal vez eso no terminaría nunca. No era la primera y de ninguna manera sería la última. Al principio la cosa parecía fácil. Nada más llegar muy temprano en la mañana, tender el puesto igual que todos los demás vendedores de baratijas a lo largo de la estrechísima banqueta, estar a las vivas de las señales que avisan cuando hay que recoger todo en un suspiro porque se acerca la redada, atender el changarro con negligencia porque de todos modos la gente compra, asolearse con los dulces y chocolates de fayuca, que al fin ningún cliente (ni la incauta vendedora) se iba a dar cuenta de que eran saldos caducos sacados de contrabando del vecino del norte (¿pus que no sabían igual que los que venden en las tiendas, y al mismo precio, y a veces hasta más baratos?), aguantar así hasta el anochecer, levantar la mercancía, hacer el bulto y llevarlo a la bodega para hacer la cuenta con la Jefa.

Quién iba a decir que un mal día el chiflido no sería oportuno, y antes de que se arrinconara con todo su tendido en el vestíbulo de la tienda de enseres domésticos frente a la que vendía, caerían los gandallas de Vía Pública, arrebatándole casi todo, y lo que no le alcanzaron a arrebatar fue lo que quedó pisoteado en el forcejeo. Lo peor era que le acababan de surtir de una remesa nueva, tan reluciente que hasta parecía como la de cualquier dulcería muy acá. Hasta se sentía contenta de que ahora si vendía golosinas con envolturas intactas, que todavía no padecían el ajetreo de días y días de ir y venir con todo el tinglado ambulante. Hundida en la impotencia de ver su flamante mercancía perdida, no le quedó otra que ir a buscar consuelo con la Jefa. Ella sabría qué hacer.

La Jefa escuchó su desgracia impasible. Le dijo que no llorara y que todo tenía remedio, nomás era cosa de trabajar duro y de no distraerse, porque eso de que el chiflido se había tardado no era más que el pretexto ante la torpeza cometida. Ahora había que arreglarse para saldar el costo de lo que su descuido había perdido.



“Todo salió como usted quería, Jefa”, informó orgulloso el Filos luego del recorrido relámpago por las calles controladas por la matriarca. “Ya estuvo m’ijito. Nomás dile al Licenciado que no se mande. ‘Ta bueno que tiene que quedar bien con los de arriba y dorarles la píldora a los establecidos, pero eso de que luego hasta quiera vender nuestra mercancía ya es tener poca madre. Mi trabajo me ha costado tener contenta a la gente con sus puestos para que luego este güey venga a querer meter la suya a vender lo que nos quita.”


“Pus si Jefa, a estos cabrones lo único que les interesa es echarse el dinero a la bolsa, pero no se apure. Ahorita ya está todo tranquilo...”

“No m’ijo, qué tranquilo va a estar. De todos modos yo salgo perdiendo y me tengo que recuperar. Yo nomás les digo a los compañeros que le echen ganas y no se descuiden, que me tienen que cumplir con lo que se llevaron; pero luego luego la hacen chillona, que si no les alcanza, que ellos no tuvieron la culpa, que cómo le van a hacer; y pus si no me pagan lo que se llevaron esto no es negocio. Ya andan por ai unos revoltosos diciendo que el Licenciado está arreglado conmigo. Malagradecidos, pus si no fuera por mi no venderían en ningún lado, y si les quitan las cosas yo no puedo hacer como si nada hubiera pasado, pus eso sí sería más sospechoso. Nomás por eso les cobro, pa que todos estemos en paz. Y a esos que le andan metiendo ideas a la gente ya ponlos en paz, que para eso te toca cuidar todo. Si tampoco tú me tienes tan contenta.”

“¿Qué pasó Jefa, pus cuándo le he fallado?”, trató de defenderse el Filos.

“¡Cuándo no! Por tu culpa ya andan ahí unos de habladores y siguen tan campantes. Y ya sé que también tú luego quieres arreglarte con los de Vía Pública, si a mí no se me escapa nada, cabrón huevón, ya te echaron de cabeza y ni en cuenta. Si no sirves p’acer las cosas pa’ti, menos para una. Así que mejor pórtate bien m’ijito, que ya te tocará tu hora, cuando aprendas. Mientras no hagas las cosas a lo pendejo. P’al caso, mejor pídele chamba al Licenciado. Ese hijo de la chingada si nomás quiere estar aplastado en su oficina maltratando gente y arreando con todo lo que nos quita. Nosotros sí somos gente trabajadora.”

La facilidad de la jefa para cambiar del tono inquisitorial al maternal dejaba frío a cualquiera. La mirada dura y el tono de abuela desalmada contrastaban con su conmovedor tono de mamá preocupona en fracciones de segundo. Por su parte, el Filos percibió que sus sueños de grandeza no estaban tan cerca como él pensaba. “No pos sí, está gruesa la Jefa”, pensó para sus adentros.



El Licenciado miró de arriba abajo a la humilde mujer que hecha un mar de lágrimas lo había abordado al llegar a su oficina sin que su despistada pero llamativa secretaria pudiera impedirlo. “No, pues no da el ancho”, pensó al decidir que no la invitaría a pasar al privado. Ella había esperado ahí casi dos horas, pues tenía que verlo ese mismo día, y no podía darse el lujo de dejar de vender ni un día más. “Licenciado, necesito hablar con usted”, le dijo suplicante.


“Bueno, pero que sea rápido, porque mire que estoy muy ocupado, nomás vine de pasada porque voy a salir otra vez”.

Entre gimoteos le explicó a duras penas que unos días antes le habían quitado su mercancía, y que necesitaba recuperarla porque debía mucho dinero, que lo hiciera por una familia humilde que dependía de ese trabajo, que ya no le alcanzaba para darle de comer a sus niños, que por hacer otros trabajos tampoco podía cuidarlos, que su mamá estaba muy enferma, que su marido la había abandonado, que si él se compadecía de ella se lo iba a agradecer toda la vida, que a él no le costaba nada hacerlo, que lo hiciera nomás por caridad, y así toda la letanía de ruegos desolados y dramas de la vida real.

“Mire, señito (bueno, no venía al caso decirle señorita, porque hasta hijos tenía, pero tampoco pasaba por señora cargada de chamacos, así que el licenciado, regodeándose en su perspicacia, optó por un ese término que le pareció intermedio), lo que usted estaba haciendo era una actividad ilegal, y lo sabe, yo nada puedo hacer. Todo lo que se recoge se inventaría y se almacena en tanto las autoridades competentes deslindan responsabilidades. Figúrese la bronca en la que me meto si saco algo de la Bodega. Me acusan de robo, me sancionan por faltas administrativas, me destituyen, y luego ya somos dos las familias que no tenemos para comer. Ojalá pudiera ayudarla, pero en este caso es imposible. Ya no llore, que se va a poner fea (‘sí está flaca, pero fea no es’, rectificó relativamente la primera impresión que la mujer le causó). Si toma las cosas con más tranquilidad todo se va a arreglar. Vaya y échele ganas, pero ya no venda en la calle, ya ve a lo que se expone.”

Inconsolable, la mujer salió casi corriendo del lugar. “Lagrimitas a mí”, se dijo el Licenciado. “Esa pinche arpía cree que primero me va a cuentear con una de estas poquianchis para que luego ya no levante nada porque su gente se queda sin comer. ¡Orita! ¡Qué ella mantenga a sus siervos! Piensan que nosotros todavía somos beneficencia o qué.” Satisfecho consigo mismo por la facilidad con que había neutralizado lo que interpretó como una táctica sutil de su socia forzosa, entró a su privado. A la vez se felicitaba por lo ventajoso que estaba resultando el arreglo con esa mujer que a otros ineptos en su posición sólo les había dado dolores de cabeza. Y esto era sólo el principio de un negocio que mientras más durara, mejor.