martes, 31 de enero de 2012

NADIE LLAMA



I. Ese sonido del vacío, de la nada en la línea telefónica luego de que el aparato había repicado, como si nadie hubiera marcado el número ni pretendido emplazar una voz susurrante en la maraña electrónica, ni aspirado a obtener otra voz alternativa. Sólo ese inmenso silencio al oído, como un accidente trivial, sin tragedia ni violencia alguna, apenas la ansiedad de escuchar un saludo, un cumplido, aunque sea una excusa por algún error aún más inofensivo; el ruido procesado en el auricular como la más rezagada huella del eco de un estruendo ahora mudo, ese vacío inoportuno, asistemático, luego del timbrar bien conocido que obligó a salir corriendo de la ducha, o que derrumbó el sueño en lo más hondo de la noche, o que interrumpió el desayuno, o el soporíferamente emocionante juego de fútbol, o la charla con algún visitante que para el caso resultaba más cordial.

Durante largas temporadas nunca ocurre, y luego viene una avalancha de llamadas así durante unos cuantos días, a cualquier hora, sobre todo a deshoras, cultivando la intriga y la inquietud por saber de donde viene ese sinsentido, esa confusión en las líneas que deriva específicamente en la mía, moviéndome a contestar a esa parcela de incógnito, de inexistencia, de la más elemental duda.

A veces se oye un ruido lejano de ambiente doméstico, objetos que chocan, utensilios que se mueven; o una respiración sosegada, de alguien a quien al decirle “¡hola! ¿Quién llama?… Hola, ¡Bueno! ¡Bueno!” más bien no escucha o finge no escuchar nada; o suena vagamente alguna pieza musical que lo mismo podría provenir de una interferencia radiofónica, o de alguna grabación tocada sin propósito aparente en ese lugar desde donde han llamado sin propósito aparente; o una risilla imbécil y el corte brusco de la comunicación. A veces ese simple silencio aún más escalofriante.

¿Qué es el silencio? ¿es la voz de lo desconocido? ¿es el lenguaje de quienes logran echar una mirada dentro de si mismos? ¿es una invitación muchas veces desdeñada a escuchar con más atención? ¿es simplemente la derrota temporal del estrépito? ¿es el primer paso de todo camino al olvido? ¿es la respuesta que expira en la punta de la lengua? ¿es el aviso del terror a la tranquilidad? ¿es la rebelión de los murmullos ambientales tenues y arbitrarios que ya nunca podemos o nunca queremos escuchar, que siguen ahí, amenazantes? ¿es una voz que dolorosamente se ha quedado sin nada que decir? ¿es la absurda encarnación de una ausencia? ¿no es más que una de tantas formas de la muerte, un sabotaje a la percepción de lo que sigue ahí afuera? Ojalá pudiera saberse, aunque no tenga ninguna importancia, ojalá hubiera manera de dialogar con quien está lejos y no quiere hablar, simplemente para saber si está arrinconado contra una cabina cualquiera sembrada donde nada crece, si se ha encaramado en la cima de la propia confusión, si representa un peligro mayor que quienes nos aman o quienes nos odian. Pero finalmente no queda otro remedio que colgar y seguir con lo que se estaba o pasar a otra cosa, ya sin la intriga a cuestas, si acaso con un vago hastío o reproche por lo que simplemente pudo ser un error o en el peor de los casos una broma estúpida.

En ciertas ocasiones el silencio es elocuente. Refleja con toda claridad la fe absoluta de los amantes en la cúspide de sus ensueños y las dudas abismales de los amantes sumergidos en el tedio, ilustra la aversión al diálogo de jóvenes, adultos y viejos; sorprende con la inexplicable placidez del sueño de un niño en el ojo de cualquier tumulto de todos los días, muestra el poder del horror, de la esperanza, lo que hay más allá de la victoria o la derrota, más allá de la tempestad, de cualquier violencia. En circunstancias como esas es la voz de lo que no tiene palabras, ni las necesita. Pero la mayor parte de las veces no es principio ni conclusión, sino diáfano interludio, simple misterio, riesgo velado e inocuo, horror de la nada.

La convicción de que alguien escucha la obstinada respuesta al auricular deriva en rabia o indignación, o si acaso en resignada perplejidad. ¿Qué caso tiene escucharlo a uno repetir como grabación averiada ese híbrido impersonal entre imperativo y saludo que es la contestación al teléfono? La suma de las inutilidades ve así incrementados sus efectos; más caminos sin sentido, más diálogos imposibles, más palabras sin significado, más pasiones vueltas ocios vueltos hartazgos; y las preguntas que también sobran: ¿quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué lo hace?



II. Por enésima ocasión marcó el número. Otra vez el tono de ocupado. Sólo quiere saludar pero a ese objetivo tan civilizado se le anticipó una prolongada conversación con quién sabe quién. Es para morirse de envidia. Las veces que han hablado por algunos minutos, cuando mucho, ha sido porque ella se extiende explicando que tampoco esta vez podrá darle una cita, por el trabajo esclavizante, los compromisos familiares y sociales contraídos previamente, los eventuales viajes todavía no confirmados, o cualquier otro pretexto rotundo por indefinido, y luego la inevitable provocación: “te llamo la próxima semana para que vayamos a comer”, dice, o al cine o a echarse un trago o a algo parecido. En esta ocasión van casi dos horas y su teléfono sigue ocupado. Será que está sincerándose con alguien, o desenmarañando las confidencias de alguien, o haciendo un extenso recuento de frivolidades, o cualquier otra cosa que él quisiera simplemente intuir porque no ha tenido la fortuna de ganarse así su tiempo, de horadar en sus secretos más divulgados y en sus obsesiones más prescindibles. Y lo peor es que si logra comunicarse más tarde ya no tendrá mucho sentido intentar conversar luego del olímpico diálogo en que está enfrascada ahora, y habrá que procurarse otra ocasión propicia para llamar sin que sea muy tarde en la noche o sin la alternancia entre la parsimonia y la prisa de los fines de semana, o sin lograr más que escuchar el lacónico monólogo de la contestadora…

Al marcar otra vez el resultado es exactamente el mismo, el tono intermitente como un péndulo de ruido, como un tenaz estroboscopio que apunta a un abismo gélido, como una negativa contundente por reiterada. Las barreras más infranqueables no son los muros ni los fosos ni las alambradas ni los accidentes geográficos ni los océanos, sino las negativas a escuchar, a dialogar, la imposibilidad de entenderse. Apenas ha podido decirle unas cuantas convenciones de rigor y comentar asuntos impersonales que ni vienen al caso, y luego se despiden con esa cortesía glacial y la promesa inútil de verse algún día, de llamarse alguna otra vez. Es todo. Para el caso da igual encender la televisión para hablarle a los que aparecen en pantalla. Ni siquiera son amigos. Si le preguntaran a ella tal vez hasta diría que sí; pero sólo querría decir que han hablado de vez en vez, aunque nunca se hayan dicho nada. Su teléfono sigue ocupado. “Basta por hoy”, se dice, “tendré que intentar algún otro día”.



III. “Bueno”, contestó la voz anónima (“Vaya, parece que hay visitas, o tal vez es su papá, aunque la voz es jovial; pero no, lo mismo pudiera ser una mujer de voz gruesa; debe ser alguien muy familiar para que le encargue responder el teléfono mientras anda en los menesteres de anfitriona. No hay barullo, entonces es un sólo visitante, no hay ninguna reunión…”). El que llamaba saludó mientras pensaba todo esto y pedía que lo comunicaran con ella. “No, marcó usted un número equivocado.” Envuelto en la confusión verificó el número con la voz al otro lado de la línea, aunque sabía que era innecesario. “Sí, este es el teléfono, pero aquí no vive la persona que usted busca.” ¿Qué hacer? La había llamado tantas veces y ahora resultaba que ese ya no era su teléfono (“no pudo haberse mudado repentinamente. Será entonces que cambió su línea, aunque es muy raro…”) Repitió la clave interrogando a la voz si tenía la certeza de que ese era el número en que le habían contestado, y con una seguridad inapelable, sin perder un ápice de cortesía, la voz respondió. “En efecto, es el número de aquí, pero la persona que usted busca no vive en esta casa”. Ya sin mucha convicción, preguntó a la voz si hacía mucho que el número estaba registrado ahí. “No sabría decirle”, fue la respuesta instantánea, cordial, cortante. Trató de pensar una última pregunta que permitiera averiguar algo, pero de repente se escucho la voz de ella, lejana, al otro lado de la línea. “¿Quién es?” La voz desconocida concluyó “nadie; está equivocado”; justo antes del chasquido del auricular colgado.



IV. ¡Qué ganas de oírla! Malditas juntas, cómo quitan el tiempo ¡qué tarde se hizo! Tengo tantas ganas de decirle que ya quiero verla, que quiero estar aunque sea un rato con ella, de compartir anécdotas de los últimos días, del gusto enorme que me dio ver mis propuestas aceptadas en los nuevos planes de trabajo para consternación de los misóginos empedernidos, de la comida con los compañeros degenerados (¡ja! ¡cómo se va a reír cuando me refiera así a los de nuestra clase de la facultad), de la borrachera que el imperturbable y sobrio Jiménez se puso dando el show del día mientras le hacía al galán (si supiera… ¡Qué fácil se alborotan esos pobres!); pero cuando platicamos siempre terminamos hablando de cualquier otra cosa… ¿por qué no me contesta? Vaya que es raro que no esté todavía, mañana es día de trabajo… será que está en la ducha, o algo por el estilo (¡ja! No deja una de evitar pensar directamente en los otros usos del baño; ¡qué pudores caray!), está bien, sólo un par de tonos más. Pero si no estuviera ya se habría activado la infame contestadora ¡qué asco! Tener que hablarle a un aparato… O será que se quedó a trabajar hasta tarde, como de repente tiene encargos de última hora y es capaz de amanecerse con tal de salir al paso, y con eso de que ya pronto va a salir de viaje al otro lado del mundo y chance y ni nos vemos antes… tengo que encargarle unos souvenirs, algo así como una francesita, o de perdís una suiza, porque igual y ni pasa por Francia; pero ya tendrá que contarme sus planes, porque claro que no se va a dedicar nomás a trabajar ¡lo sabré yo! De seguro ya se programó toda una travesía peligrosa para desquitarse de los otros desvelos en blanco, y yo que tendré que limitarme a echarme unos tequilas a su salud, en medio de los ebrios de siempre y de las frígidas de siempre que todavía creen que es mejor tirarse a uno de esos ejemplares, pero allá ellas… ¡Contesta caramba! ¿Pues que se trae ahora? Ni una llamada, ni un mensaje en el buzón de voz, ni correo electrónico, ni un beep ¿pues que dormimos juntas o qué?… Bueno, no todos los días. Pero por muy clavada que esté en el trabajo ya se mandó, no es justo. Voy a tener que bombardearla mañana, cómo que dejarme así de olvidada. A veces hasta parece que ni es mujer, qué se cree que yo no necesito nada o que estoy para cuando lo disponga… ¡Por qué no contesta! ¡Qué la chingada! ¡Por qué no se comunica!

V. “¡Bueno!”, se escuchó la voz fresca, serena, sin mayor énfasis ni el más mínimo asomo de alguna emoción peculiar. “¿Bueno?” Repitió, aunque ahora con ese inevitable tono de duda y reproche de quien no está para admitir nomás así al silencio. Luego se oyó que colgó el auricular. Pero él la había escuchado, y así el mundo sería otra vez, por algún tiempo, un territorio menos siniestro, provisto con las ilusiones trastornadas que el simple sonido de su voz podía invocar.

martes, 24 de enero de 2012

En uno de los días del fin del mundo


Es muy temprano para hacer balances definitivos y para creer que hay alguna opción aunque sea remotamente posible. Pero Lidia no atina a pensar en eso cuando se cuestiona sobre lo que ha ocurrido, sobre lo que está ocurriendo, sobre lo que podrá ocurrir…

Entonces la paternidad no es algo idílico que concilia autoridad y ternura, ni la familia es un núcleo sólido que brinda el apoyo total para triunfar, ni el amor es eterno; y hay que volver a comenzar desde menos que cero, porque todo lo perdido ha colocado más abajo que debajo, más lejos que ninguna parte, más sola que un juguete viejo y descompuesto, triste como un retrato roto y sin saber ya ni lo que es la desilusión: ya se sabía bastante bien que todo acabaría, pero sólo faltaba el momento en que ese descomunal vacío privara con toda su sensación de absoluto.

Ese día entregó su último trabajo escolar como por no dejar, impasible, exhausta por las excesivas vigilias, sin ánimo para emprender cualquier cosa, harta de los días sin nada ni nadie, porque lo que está al alcance parece la nada y quienes están cerca simplemente representan a nadie. Tan sólo con reclinarse en alguna silla y cerrar los ojos se siente un rumor de voces que mienten, que llaman a todo eso en lo que ya no se puede creer, que aseguran que nada ha ocurrido, que exigen se restituya lo acostumbrado, que se cumplan los sacrificios de la reiterada víctima que ya ni sabe si es tal, si lo fue; que apelan a una armonía que fue sólo un escenario que ya no corresponde al acto, que esperan congelar lo vivido en el desenfreno para pretender posible rescatar algo que haya sido como amor, que pintan de tinieblas la penumbra, que tratan de justificar la inconsistencia, que no reprochan nada y logran recriminarlo todo, que hablan de algo lejano e incomprensible. Sacude la cabeza e intenta despojarse del vértigo con un ansiado reposo distante, arduo, desesperantemente ajeno. Descansar, dejar todo atrás, no pensar más, olvidarlo todo, por fin…

Sergio había abierto un nuevo desorden en el desorden. Había aparecido revoloteando más bien fortuitamente, sin ningún caso. No tenía nada de excepcional pero no era desagradable. No parecía ser brillante pero mostraba inquietudes. No ejerció una atracción irresistible pero encontró los pretextos suficientes para lanzarse al reventón absoluto; desbordó el descontrol que de por si siempre corrió torrencial e incontenible, aunque hasta entonces no acababa de arrastrarla más allá de sus horrores.

Fue al final de una de esas conferencias deslucidas, insípidas, cuando él se lanzó a abordarla sin mucho preámbulo. Nada tiene de extraordinario que algún chavo le haga comentarios sarcásticos a una chica sobre los pretendidos o efectivos desatinos cometidos por los protagonistas de uno de esos actos. Ella detectó de inmediato que el tipo sólo estaba tratando de hacerse el simpático; eso sí, con regular fortuna.

Llegó fácil; pero su distanciamiento no lo era. A Lidia le resonaban continuamente en la cabeza sus argumentos. “Tenemos que tomar un respiro. Nos hemos concentrado mucho en reventarnos, en olvidarlo todo y escaparnos valiéndonos lo demás, pero yo tengo que cumplir mis responsabilidades y tú no me dejas…”

“Es sólo por un tiempo, para replantear las cosas y movernos más libremente. Después podemos regresar y pasarla tan bien como hasta ahora. Es que no tenemos que involucrarnos y someternos a una relación de poder…”

“Creo que tus malestares son un pretexto para retenerme. ¡Qué bueno que no es embarazo! Espero que te recuperes pronto, pero no me busques por ahora…”

Y todo había sido tan sencillo. Axel estaba desahuciado y ella no deseaba su muerte, pero asumía que era inminente; como lo era concluir así ese yugo feroz que él había mantenido. Alejarse, saber que nadie le reprocharía nada porque nadie se ocuparía de verificar nada; dónde había estado, por qué, cuánto tiempo o con quién. Decir tranquilamente que había estado en el hospital, que se quedó con algunos amigos que la acompañaron, o con los tíos o los abuelos. Nadie preguntaría más. Mamá lo aceptaba sin reparos; como tratando de afrontar tácitamente que ahora sí ella podría decidir sobre sus días, su compañía, su cuerpo…

Sergio fue el descubrimiento de otra vida. Primero lograr conocer más a alguien, saber que también hay más experiencias crudas alrededor; tener la confianza de hallar a alguien más que no las ha tenido todas consigo y tampoco lo lamenta estruendosamente. Después encontrar otro contacto, otro placer; saber explosivamente de goces que se les habían extraído sin contemplaciones y se les habían negado; tener la voluntad de tocar, de tener sensaciones propias y compartidas, de acceder al elemental éxtasis sin imposiciones, sin exigencias erigidas sobre silencios y complicidades, luego arribar al goce del exceso. La pronosticada muerte de Axel no pasó de ser el macabro pretexto para inaugurar su propio Jardín de las Delicias, y así precipitarse a la voluptuosidad espontánea deambulando por su tiempo de rincones incandescentes y artificios exuberantes; amarse bajo el cobijo del sol en un insospechado paraje solitario o enclaustrarse de cualquier modo días y noches prodigando regocijos incalculables; desdeñar historias, tragedias previas, sueños fugaces; derrochar los impulsos sin reparar en el dispendio del tiempo, de la salud, de la vida arrojada en el asalto al cielo aquí, ahora.

No hubo conclusión de las catástrofes porque tal vez ni siquiera hubo tales. Tal vez el tedio, el anticompromiso, el sinsentido. Afrontar que Sergio no quería más que disfrutar y que ella empezaba a hartarse del gozar desparpajado. Y vislumbrar apenas que él no creía en la compañía, si acaso en los laberintos del placer, y que ella se vio cada vez más sola, inclusive peor aún que cuando Axel la dominaba completamente, cuando la perversión era la regla. Antes nada importaba porque todo estaba impuesto siempre. Ahora lo único importante era que nunca había mañana.

En aquellos días nunca había que mentir, no tenía que pretender ocultarse nada. Axel escudriñaba sus horarios de escuela y de los empleos temporales que ella obtenía para permitirse un poco más de espacio, con el pretexto de contribuir a solventar premuras económicas que nunca eran la excepción. Se mantenía obsesivamente al tanto de sus salidas de compras o de los ocasionales paseos permitidos a fuerza de disputas formidables y reconciliaciones endebles. Y en sus delirios elucubraba cómo de todos modos ella se evadiría, cómo impulsaría más tentaciones inconfesables. La reprochaba incesantemente, la acusaba de embustera y desvergonzada, se autoproclamaba blanco de la ira de Dios, la acusaba de la provocación del mal en su delirio cíclico de perversión y culpa. Desde mucho tiempo atrás se las arreglaba para desalojar a mamá y a los hermanastros periódicamente y así darse espacio para practicar su ritual siniestro. Tiernamente retozaba con ella cuando aún era niña, la recorría completamente como parte de un juego más, la convertía en una Venus pueril hasta un día cualquiera que consumó el estupro siendo ella apenas púber; y todo eso no fue más que un secreto más del universo familiar, hasta que sobrevino aquel episodio tan confuso como imborrable.

Un día vieron a un médico. La examinó sin preguntarle nada y sólo dirigiéndose a Axel. Luego la dejaron sola un rato. Axel volvió y salieron sin que él dijera palabra. En esos días se sentía fatigada y tenía vértigos. Volvieron al día siguiente; pero todo fue aún más confuso. Una enfermera le ordenó desvestirse, le puso una bata blanca que le quedaba demasiado grande; luego la llevó a una sala donde la ayudó a subirse en un sillón alto, con respaldo reclinado y un apoyo para los pies que la hacía permanecer con las piernas levantadas y flexionadas. Tras unos minutos entró el médico. Apenas tiene una vaga imagen de que la enfermera le aplicó una inyección, tal vez cerca de la cintura. Luego el doctor introdujo un instrumento agudo entre sus piernas. El dolor fue como una llamarada fugaz e intensa dentro de su cuerpo. No tiene idea de cuánto tiempo pasó aquella vez. Después la enfermera la limpió, la vistió. Al salir caminaba trabajosamente, aturdida por todo eso que no podía entender, y Axel se la llevó, otra vez sin decir nada. En casa le dijo que tenía que quedarse a descansar unos días, sin salir ni un momento, ni a la puerta. Se sentía débil y tenía una sensación de ardor desde los genitales hasta debajo del ombligo. Un día o dos después, por la tarde, cuando mamá había salido con los niños y Axel estaba en el trabajo, el ardor creció repentinamente y sintió como si tuviera que expulsar algo. Entró al baño y después de permanecer sentada en el retrete por un rato, arrojó una pequeña masa sanguinolenta. Se asustó terriblemente, pero no le dijo nada a su madre, ni a Axel. A la semana siguiente la enviaron otra vez al colegio. Se sentía saludable, aunque estaba completamente confundida. Sin saber cómo, se las arregló para tomar las cosas como si nada de eso hubiera ocurrido.

Así volvió a los éxitos escolares, a seguir siendo reconocida como un buen ejemplo, como modelo de buena conducta, de dedicación, de capacidad. Para las madres era una muestra patente de lo que lograba la unidad familiar en un hogar guiado por el amor a Dios y por el cumplimiento estricto de los evangelios. Por su parte, Axel optó desde entonces por calcular sus días infértiles, y cada ciclo se daba la ocasión para reeditar su juego atroz.

De alguna manera hubo alternativas que envolvían lo callado con otras experiencias, con ciertos regocijos que dejaban olvidarse de lo demás, de lo de siempre. La hacía sentirse feliz el pasarse largas horas sumergida en historias fantásticas, en los relatos y las historias que le permitían suponer que después de todo podía ubicar un mundo aparte, sin necesidad de otros niños o niñas a quienes desdeñaba cordialmente porque observaba que no había modo de dialogar realmente con ellos. No conocían ni de oídas las maravillas que a ella le entusiasmaban tanto, tampoco les importaba a todos esos condiscípulos reflexionar aunque fuera un poco sobre tantos sucesos del mundo de los que hablaban las lecciones, sobre la sorprendente predecibilidad de los números, las líneas y las figuras, sobre la gracia que ella encontraba en el lenguaje, en la historia, en la naturaleza, en lo que no tenía que ver con su hogar. Sencillamente no sentía ni un poquito de cercanía con los que presuntamente serían sus iguales. Se sentía diferente, aunque nunca se sintió excluida o separada, por el contrario, eso era parte de lo que le permitía ser de algún modo centro de atención. De alguna manera su locuacidad, su aire a la vez distraído y nervioso la hacían simpática a los ojos de las severas señoritas encargadas del colegio. Parecía estar siempre en movimiento, siempre en contacto con distintas profesoras, revoloteando sin sentido por la biblioteca, indagando, ideando algo para distinguirse en sus responsabilidades escolares e intentando forjarlas como parte de sus más propias inquietudes sobre el entorno, la historia, las noticias, la curiosidad por atisbar dentro y fuera del mundo. Con todo eso podía eludir potenciales motivos de rencor, de temor, de frustración. Pero eran una suerte de ensoñaciones vastas y deliciosas, que no prefiguraban como podrían emerger y concretarse, aunque ella las veía como lo más firme y lo más auténtico de si misma.

A fin de cuentas todo aquello representaba ocasiones gratas. Fuera del hogar se sentía como pez en el agua y en casa todo se desenvolvía impasiblemente, sin alteraciones. Los despilfarros enfermizos de mamá, el terrible (des) control sobre los niños, los aterradores desplantes de Axel, los inevitables pleititos entre hermanos, las consabidas conflagraciones conyugales, todo lo que eran los ingredientes del infiernito doméstico. Lo extraño estaba adentro y era lo habitual. Lo propio se hallaba afuera y sólo en esa medida era excepcional, maravilloso; bastaba salir y todo era distinto, aunque afuera estuviera sola, era la única manera de sentirse vagamente feliz.

Salió bien librada del colegio, abjurando de cualquier vocación confesional. Al ingresar al bachillerato y encontrarse un ambiente radicalmente distinto se sintió aún más estimulada. Se las arregló para exigir respeto a sus actividades escolares asumiendo un compromiso de no alterar las demás reglas establecidas. El siguiente paso fue simplemente avisar que además trabajaría en sus ratos libres. Axel reaccionó estruendosamente, pero no pudo echar por tierra la decisión, porque siguió manteniendo sus más irrenunciables condiciones. Más adelante Lidia ingresó a la universidad y poco después se diagnosticó la enfermedad que llevaría a Axel a la tumba a la vuelta de unos cuantos meses.

Ahora, repentinamente, afrontaba que seguía sin haber mañana. Axel, el tierno verdugo, el absurdo tutor, había desaparecido. Sergio, el ángel voluptuoso, el compañero fortuito y aparentemente oportuno, huía muy inoportunamente. Mamá se mantenía cordialmente al margen, sin pretender nada, sin servir de nada. Los escasos amigos se ocultaban absortos en su propios encuentros y desencuentros entre si y consigo mismos. Esta vez estaba pensando realmente que el futuro no parecía posible. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? Nunca le habían importado ni el pasado ni el futuro. Pero el estallamiento del presente estaba derrumbándolo todo, arrojándola a la necesidad de mirar adelante, tal vez de soñar. Otra vez sola, sin rumbo, sin fe; débil y angustiada; renegando de si misma sin saber por qué, considerando que lo mejor sería eliminarse. Se hallaba insomne, cansada, afrontando despiadadamente que ni era tan brillante ni tan alegre ni tan fuerte ni tan promisoria. Se debatía entre el riesgo de nunca rehacerse, de ya nunca reencontrarse, y el de sucumbir a esa llamativa tentación del fin, al imperativo de abandonarlo absolutamente todo, que parecía no ser gran cosa, de ejercer su derecho a terminar de una buena vez. Sacudió la cabeza, caminó hacia la salida confundida entre los que iban y venían, sin ir a ningún sitio, sin llegar a ninguna parte.

martes, 17 de enero de 2012

Personaje de la noche


La noche transcurría silenciosa; como cualquier otra ya sin tráfico, sin niños, correteando, sin transeúntes errantes, sin parejas tomadas de la mano. Sólo sombras, sólo el rumor de hojas de árboles callejeros, sólo soledad, la paz incierta y frágil de la noche. Me había quedado en la sala leyendo. Hacía mucho que no permanecía ahí hasta tan tarde. Casi siempre me refugiaba en mi cuarto pronto, aunque ahí me sumergiera en la divagación, en la lectura o en la música durante horas arrancadas a las noches. Esta vez no lo había hecho por simple pereza de cambiar de sitio, o tal vez por transgredir el hábito, o por un íntimo deseo de redescubrir ese espacio tan bien conocido esa noche precisamente. Tal vez estaba esperando que ocurriera algo; pero si así fuera no me habría sorprendido tanto cuando tocaron a la puerta.

Me levanté a abrir con la duda a cuestas, con una vaga intuición de que el inesperado recién llegado era alguien conocido por la cordial seguridad con que había golpeado tres veces en la vieja puerta. Cualquiera hubiera preguntado a voces “¿quién?” antes de abrir, pero mi extraña convicción de que sería alguien inevitablemente bienvenido puso de por medio tan conveniente precaución. Mi conmoción fue grande al ver al personaje que estaba tras la puerta. Era un hombre harapiento, joven, que despedía un penetrante hedor a suciedad y solventes, con los ojos enrojecidos, la mirada perdida y un gesto grotesco. Era obvio que se había atrevido a tocar porque la mía era la única casa en la que había luces interiores encendidas. No sé si se percató del horror que me había provocado, y con una voz que me pareció de ultratumba preguntó en un tono entre suplicante e imperativo “¿me regalas un taco?” Con la simple intención de despacharlo de inmediato, apenas atiné a responder atropelladamente “No. No tengo nada que darte”, y cerré la puerta. Pretendí olvidarme en ese instante de la mala impresión que me dejó aquel sujeto; pero en el fondo su estado lamentable y mi negativa a ofrecerle algún alimento me estaban pesando demasiado. Después de algunos minutos decidí salir a alcanzarlo para ofrecerle algo de cenar, no sé si para lavarme la mala conciencia o por auténtica lástima.

Lo busqué por calles desiertas, o que al menos lo parecían, perseguí sombras que no fueron la suya, temí que la aurora se me adelantara y lo disolviera en el fragor de otro día en que su imagen se multiplicaría por miles en otros hombres, en niños, mujeres o ancianos igual de miserables, para no verse más; me obsesioné con una vaga intuición de que él era la razón de haber permanecido esa noche ahí, en la comodidad de mi sala, esperando por nada; me angustié con la creciente sensación de que no lograría hacer algo indefinible que me permitiera reconciliarme con el destino. Estaba dispuesto a que esa noche ocurriera cualquier cosa, algo que sacudiera el desorden habitual del mundo, algo que cuestionara el caos que sobrellevamos siempre como lo más natural, pero la noche fluía igual que si estuviera plácidamente dormido como cualquier otro ciudadano, insensible a lo que la calle despliega cuando nadie está ahí para verlo, enclavado en la febril mecánica de sueños fabulosos y desquiciados. Aquel hombre ni siquiera sospechaba, no podría ni imaginarlo, que tal vez se estaba convirtiendo en el emisario de alguna nueva capaz de apaciguar el torrente de dudas imperante, de combatir el vacío de estos tiempos de perplejidad, de contener el vértigo total al que en noches como esta se ven arrojadas tantas vidas sin certezas.

Tuve que optar por volver a casa y olvidar de algún modo el fracaso en el examen vital que aquella noche me había sido dado aprobar. Anduve aturdido y cansado por una ruta errática que iba trazando inconcientemente, evitando sin saber por qué las avenidas más transitadas y los recorridos habituales, y cuando sólo me faltaban un par de calles vi unos pasos más adelante que alguien dormitaba acurrucado al píe de la cortina de algún negocio. Era él. Tuve que sacudirlo bruscamente para que reaccionara, y cuando por fin lo hizo me miró como si nunca antes hubiera visto a otro ser vivo sobre la tierra.

“Ven conmigo. Puedo ofrecerte algo de comer”. Me pareció que no entendía nada y apenas masculló algunos ruidos ininteligibles, mientras forcejeaba para que lo dejara tirarse a seguir durmiendo. Tras mucho insistir fui venciendo su resistencia y logré que intentara levantarse, empezó a dar unos pasos sin dejar de tantear la pared ni soltarse de mi brazo, y pesaba como si llevara a cuestas todas las cuentas que le debía la vida. El camino a casa resultó ahora más largo que todo lo que había ocurrido hasta que lo encontré, tropezaba uno de cada dos pasos que daba, y cada cuatro quería reclinarse en la pared para dormir, mientras los escasos coches que pasaban aminoraban la velocidad para ver de soslayo a ese misterioso par de noctámbulos forcejeando en un baile torpe y parsimonioso, mientras la ínfima distancia que nos separaba de mi casa parecía un abismo infranqueable.

Cuando al fin entramos pareció sentirse mejor, pues hasta miró entre sorprendido y desconfiado al interior, como descubriendo el amueblado, la decoración, los objetos, la iluminación, la pintura, y todos los demás elementos triviales que forman cualquier apacible paisaje doméstico. Le indiqué que se lavara en el fregadero mientras sacaba algo del refrigerador para calentar. No dejaba de observar su actuar torpe, el ennegrecimiento instantáneo del chorro de agua al tocar sus toscas manos, la inutilidad de la espuma producida por el puñado de detergente que le entregué, el prolongado enjuagarse hasta que el agua parecía ya no enturbiarse bajo sus manos, la dificultad de secarlas con las toallas de papel que le di para que no usara la de tela, la trastornada rutina de un aseo que para él sólo podía representar un ritual extraño. Miró con avidez la humeante ración de guisado del día anterior que le había servido, se sentó a la mesa y apuró el platillo, las tortillas, la salsa, los frijoles y el café como si fueran el último alimento de un condenado, como quien prefiere aprovechar la ocasión antes de que ésta se agote o se convierta en un engaño. Mientras comía traté de que me hablara sobre su vida, pero a mis cautelosas preguntas se limitó a responder con evasivas desconfiadas, a apresurarse aún más, a agazaparse en sí mismo, a demostrar que un mínimo de cortesía le provocaba repulsión. Sin obtener el más mínimo indicio que me revelara algo sobre las alucinantes expectativas que su aparición había provocado, lo despedí a la luz del día que despuntaba. Salió sin mirarme, gruñendo algo que a duras penas pude interpretar como su modo de dar las gracias y caminó con recuperadas fuerzas para retornar a la inevitable destrucción. Tuve que afrontar que nada había ocurrido; aquel personaje terrible no fue ninguna señal esperada, ningún enviado a revelar algo insondable del mundo, ningún ser extraordinario portador de algo terrible. Para mi decepción era simplemente lo que era, lo único que podía ser.

martes, 10 de enero de 2012

Los riesgos recurrentes

“¡Quietos todos! ¡Vete tranquilo chof, y al que se ponga pendejo se lo lleva la chingada!” El escuincle que gritó así espantándome la modorra hasta parecería tierno, si no fuera por el juguetito que portaba con torpeza en la mano derecha, un revolver calibre 22 que mejor ni averiguar si era de plástico. Lo que más me molestó fue que justo antes de la tremenda advertencia empezaba a soñar que tripulaba un poderoso BMW con un superbizcocho como copiloto, circulando por una costera tipo Long Beach cruzada con Acapulco Gold (la memoria es generosa para editar imágenes y el sueño más para producir fotomontajes), y la cosa se ponía algo más que interesante, de seguro alentada por la rola tropichocante pero cachondona que traía a todo volumen el méndigo microbusero. Pensándolo bien, de seguro el secuaz del escuincle empistolado apagó el estéreo para que el susodicho procediera a hacer su estruendoso anuncio; sí no ¿cómo carajos lo oí tan claro? Además, también es cierto que en la semi inconciencia uno es muy perceptivo. Mientras los demás pasajeros ponían cara de “¿mande?”, yo supe de volada lo que estaba pasando. Para variar, no traía ni un clavo, nomás un periódico de ayer, un par de libros que quién sabe cómo fueron a parar a la mochila desde hacía semanas, y unas cuántas monedas para los pasajes. Lo único que faltaba era que por miserable los asaltantes me dieran cran.

El delincuente juvenil empezó a despojar presurosamente de sus escasos valores a los pasajeros. Apañaba relojes y bisutería, arrebataba bolsos y carteras en los que escarbaba ágilmente para tomar el dinero o cualquier prenda y los depositaba en las bolsas de su chamarrota gabacha, al tiempo que arrojaba al piso lo demás. Por su parte, el cómplice amagaba al chofer y saqueaba la morralla y los billetes. Al ver como se consumaba el saqueo, la chava sentada a mi lado, guapa pero ni remotamente parecida a la de mis sueños de autotransporte, me miró con un gesto entre angustiado y apremiante, como exigiendo “¡haz algo, idiota!” Estaba persuadido de que nadie, y menos yo, iba a jugar al héroe, pero al ver esa mirada dudé por un instante de esa convicción tan sensata. De todos modos, cuando casi llegaba a nuestro asiento el artífice de la contrapesadilla de autotransporte, lo que de verdad me inspiraba pavor era la posibilidad de que la fierecilla acorralada a mi lado se abalanzara a arañazos contra mí por mi indecisión para defenderla. La inesperada multiplicación del peligro me hizo sentir nauseas. De plano me parecía que mi pellejo estaba en juego.

El rata se dirigió a ella. La chava soltó su bolsa, que cayó al suelo, y de inmediato ocultó su rostro contra mi pecho, apretándose hacia mí, sollozando, casi al borde de la histeria. Por mi parte, sentí que el mundo me daba vueltas y que me iba a desmayar. En ese instante me di cuenta de que las situaciones peligrosas nunca son como las vemos en la tele. Nuestro villano levantó la bolsa, esculcó en ella, sacó el dinero, la desechó sin más y avanzó al asiento de atrás. A esas alturas mi corazón era una máquina desbocada, sudaba a chorros y la presión de la chava me asfixiaba, como si su llanto se robara el tenebroso oxígeno de mis pulmones. Luego vi tras mis gafas oscuras un sol sonriente, un cielo casi metálico de tan radiante, nubes como montañas flotantes y un océano vasto y susurrante. La brisa me esculpía un rostro sereno y alborotaba mi cabello al tiempo que enredaba en mi cuello el de la espectacular copiloto abrazada a mí, la velocidad aumentaba y un camino sin obstáculos incitaba a correr más, a escaparse, a volar, a olvidar todo, el peligro, la muerte, la realidad. Era un momento de esos en que no puede pedírsele nada a la vida. La copiloto se separó de mí para subirle al estéreo, que empezaba a tocar una alucinante rola de Bjork, y mientras la tarareaba se asomó a la ventanilla y agitó la cabeza desbordando su melena al golpe del aire. Luego se apoltronó en su asiento y tomó mi mano, al tiempo que exclamó “¿No crees que hay momentos en los que no importa la muerte?” “Será porque en ellos la muerte no existe”, le dije mientras su imagen se disolvía en el brusco alejamiento de una chava horrorizada que por un momento pareció poner su vida en mis manos. Se levantó, entre indiferente y decepcionada del héroe que nunca apareció, recogió su bolso y se apeó junto con otros pasajeros que parecían huir de la peste, o por lo menos del mal rato. De los asaltantes, ni rastro. Tras la conmoción, que fue lo más parecido a un aterrizaje forzoso que puedo imaginar, tomé mi intacta mochila y bajé tratando de huir también de esa sensación de que a veces, muchas veces en esta desquiciada ciudad, no importa la vida.

martes, 3 de enero de 2012

La supervivencia heroica en la Ciudad Invisible (o la vida cotidiana como Odiosa Odisea)


Una vez que hemos transitado tortuosamente de la concepción romántica y heroica de la historia a la igualmente ingrata concepción nada romántica de la simple supervivencia heroica, estamos más lejos que nunca de saber algo que permita responder a las añejas preguntas fundamentales: quiénes somos, de dónde venimos, dónde vamos, para qué estamos aquí. Entre la crisis y la incertidumbre se han hecho lugar común los milenarismos, las visiones apocalípticas, los fundamentalismos, la superstición, a todo lo cual se añaden las asechanzas más diversas, de los Malosos al Chupacabras, pasando por presumibles encarnaciones del mal a la vez tan concretas y tan inconmensurables como el SIDA y el neoliberalismo.
Cuando todo es tan drástica y crudamente incierto, inaprehensible, ya no alcanzamos a distinguir entre una imagen y una simple pantalla, una proyección artificial. Frente a una realidad explosivamente informe, en un mundo sin pies ni cabeza, los hombres y mujeres comunes y corrientes afrontan que el acto elemental de supervivencia es rolar sano y salvo por la turbulencia de la urbe; por el escabroso paisaje de trampas, incógnitas, encantos y horrores de la vida aquí todos los días que de tanto ser más y más así ya ni se distinguen uno de otro, ocurren tantas cosas que finalmente termina por no pasar nada, nada.
El acto de supervivencia implica irremediablemente persistir aún con la frustración de las miradas indescifrables y evasivas, los roces agrestes en todas partes, en cualquier circunstancia, los aromas sórdidos (esa hediondez de un mar de almas descompuestas), la estridencia infinita, infinitamente creciente; en fin, la violencia condimentada con cualquier cantidad de mierda que hay que tragarse cada día.
Ante esto, permanecer sobre el fatal filo entre la simple cordura neurótico histérica y la auténtica esquizofrenia radical, es de suyo todo un acto de heroísmo. ¿Qué pasaría si entre este torrente devastador un par de soledades encontraran un pretexto cualquiera simplemente para decir algo así como “hola, me gustaría saber algo de ti, más allá de tu inquietante mirada”? ¿Qué pasaría si así fuera, únicamente para reivindicar un poco así la locura? Pero nadie dice nada, ni así ni de otro modo, y las soledades al borde de la provocación se distancian, perdidas entre la infranqueable oleada de ires y venires...
Así, cuando la consigna es “¡sálvese quien pueda!”, hasta el encuentro entre los amantes parece utópico; pero ocurre precisamente porque resulta casi imposible; porque en el breve suspiro de la existencia cada quien logra aferrarse a algún fervor, porque la funcionalidad de los espacios es invariablemente frágil. Los cruceros constituyen auténticos teatros; las esquinas son los vértices del amor, de la locura, de la inocencia, del resentimiento, de la muerte, de tragedias, de comedias, de sátiras, de las obsesiones más insospechadas, de la indiferencia más absoluta. Y a lo largo de todos los espacios se tejen historias infinitas que no podemos ni imaginar. A nadie le importan, y si importaran no serían tan fugitivas. Aun los seres más convencionales incurren en las más sorprendentes excentricidades, aun los más aborrecibles se ven tentados al desliz afectivo; todos necesitan el vértigo del peligro, todos necesitan el consuelo del amor; todos estallamos en la risa cruel contra el sufrimiento, o por él, todos sucumbimos bajo la densa lápida del olvido. Todos deseamos que persista por siempre la alegría, todos tememos que prevalezca la amargura; nadie ha demostrado que no puedan coexistir ni que se aniquilen recíprocamente, en el horror de lo que ni puede terminar ni puede durar para siempre.
Más allá de las obsesiones y las indiferencias se va de lo lúdico a lo vegetativo, para poder volver luego a aquello que es inefable. La cascarita reconstruye a la calle en un torneo donde automóviles, peatones, guarniciones, postes, cables, famélicos arbolillos, puertas, ventanas, bardas, encharcamientos, son simples elementos de la cancha. Y tras la competencia el triunfo y la derrota se consagran brindando en esas banquetas y sobre esos coches estacionados que primero fueron mudos testigos de las hazañas previas. Cualquier sitio transitado es centro de discordia, para devenir en mercado, para intercambiar tanto chucherías inevitablemente evanescentes como sentimientos implacables, tan poderosos como un asomo de infinito, capaces de prometer instantes que permitirán desdeñar el horror al futuro. Cualquier prado amarillento y tierroso con una leve sombra es oasis para la siesta, para el sueño contra la razón, y entre los más afortunados para el intenso y furtivo cachondeo, otra forma de sueño contra la razón, que hasta puede proveer de regocijo a ávidos voyeristas.

Al mirar y ser mirados en tantas y tantas circunstancias desplegamos la imagen y nos apropiamos de lo que fuimos capaces de inventar en ella. Eso es lo que nos queda, propio y auténtico aunque tan insignificante como la lágrima bajo la lluvia del que sabía que moriría sin tener más tiempo, sin haber obtenido del Creador nada más que explicaciones inservibles y consuelos estúpidos, del que asumía un destino fatal desprendiéndose del odio contra el derrotado verdugo, tan odiado tal vez por ser de algún modo hermano.
Cada quien tiene que rolar por la Ciudad a su manera, sin apostar por la memoria, sin aspirar al relato perfecto, condenado a sucumbir al presente infinito; para que la Ciudad pueda seguir siendo Invisible.