martes, 10 de enero de 2012

Los riesgos recurrentes

“¡Quietos todos! ¡Vete tranquilo chof, y al que se ponga pendejo se lo lleva la chingada!” El escuincle que gritó así espantándome la modorra hasta parecería tierno, si no fuera por el juguetito que portaba con torpeza en la mano derecha, un revolver calibre 22 que mejor ni averiguar si era de plástico. Lo que más me molestó fue que justo antes de la tremenda advertencia empezaba a soñar que tripulaba un poderoso BMW con un superbizcocho como copiloto, circulando por una costera tipo Long Beach cruzada con Acapulco Gold (la memoria es generosa para editar imágenes y el sueño más para producir fotomontajes), y la cosa se ponía algo más que interesante, de seguro alentada por la rola tropichocante pero cachondona que traía a todo volumen el méndigo microbusero. Pensándolo bien, de seguro el secuaz del escuincle empistolado apagó el estéreo para que el susodicho procediera a hacer su estruendoso anuncio; sí no ¿cómo carajos lo oí tan claro? Además, también es cierto que en la semi inconciencia uno es muy perceptivo. Mientras los demás pasajeros ponían cara de “¿mande?”, yo supe de volada lo que estaba pasando. Para variar, no traía ni un clavo, nomás un periódico de ayer, un par de libros que quién sabe cómo fueron a parar a la mochila desde hacía semanas, y unas cuántas monedas para los pasajes. Lo único que faltaba era que por miserable los asaltantes me dieran cran.

El delincuente juvenil empezó a despojar presurosamente de sus escasos valores a los pasajeros. Apañaba relojes y bisutería, arrebataba bolsos y carteras en los que escarbaba ágilmente para tomar el dinero o cualquier prenda y los depositaba en las bolsas de su chamarrota gabacha, al tiempo que arrojaba al piso lo demás. Por su parte, el cómplice amagaba al chofer y saqueaba la morralla y los billetes. Al ver como se consumaba el saqueo, la chava sentada a mi lado, guapa pero ni remotamente parecida a la de mis sueños de autotransporte, me miró con un gesto entre angustiado y apremiante, como exigiendo “¡haz algo, idiota!” Estaba persuadido de que nadie, y menos yo, iba a jugar al héroe, pero al ver esa mirada dudé por un instante de esa convicción tan sensata. De todos modos, cuando casi llegaba a nuestro asiento el artífice de la contrapesadilla de autotransporte, lo que de verdad me inspiraba pavor era la posibilidad de que la fierecilla acorralada a mi lado se abalanzara a arañazos contra mí por mi indecisión para defenderla. La inesperada multiplicación del peligro me hizo sentir nauseas. De plano me parecía que mi pellejo estaba en juego.

El rata se dirigió a ella. La chava soltó su bolsa, que cayó al suelo, y de inmediato ocultó su rostro contra mi pecho, apretándose hacia mí, sollozando, casi al borde de la histeria. Por mi parte, sentí que el mundo me daba vueltas y que me iba a desmayar. En ese instante me di cuenta de que las situaciones peligrosas nunca son como las vemos en la tele. Nuestro villano levantó la bolsa, esculcó en ella, sacó el dinero, la desechó sin más y avanzó al asiento de atrás. A esas alturas mi corazón era una máquina desbocada, sudaba a chorros y la presión de la chava me asfixiaba, como si su llanto se robara el tenebroso oxígeno de mis pulmones. Luego vi tras mis gafas oscuras un sol sonriente, un cielo casi metálico de tan radiante, nubes como montañas flotantes y un océano vasto y susurrante. La brisa me esculpía un rostro sereno y alborotaba mi cabello al tiempo que enredaba en mi cuello el de la espectacular copiloto abrazada a mí, la velocidad aumentaba y un camino sin obstáculos incitaba a correr más, a escaparse, a volar, a olvidar todo, el peligro, la muerte, la realidad. Era un momento de esos en que no puede pedírsele nada a la vida. La copiloto se separó de mí para subirle al estéreo, que empezaba a tocar una alucinante rola de Bjork, y mientras la tarareaba se asomó a la ventanilla y agitó la cabeza desbordando su melena al golpe del aire. Luego se apoltronó en su asiento y tomó mi mano, al tiempo que exclamó “¿No crees que hay momentos en los que no importa la muerte?” “Será porque en ellos la muerte no existe”, le dije mientras su imagen se disolvía en el brusco alejamiento de una chava horrorizada que por un momento pareció poner su vida en mis manos. Se levantó, entre indiferente y decepcionada del héroe que nunca apareció, recogió su bolso y se apeó junto con otros pasajeros que parecían huir de la peste, o por lo menos del mal rato. De los asaltantes, ni rastro. Tras la conmoción, que fue lo más parecido a un aterrizaje forzoso que puedo imaginar, tomé mi intacta mochila y bajé tratando de huir también de esa sensación de que a veces, muchas veces en esta desquiciada ciudad, no importa la vida.

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