martes, 24 de enero de 2012

En uno de los días del fin del mundo


Es muy temprano para hacer balances definitivos y para creer que hay alguna opción aunque sea remotamente posible. Pero Lidia no atina a pensar en eso cuando se cuestiona sobre lo que ha ocurrido, sobre lo que está ocurriendo, sobre lo que podrá ocurrir…

Entonces la paternidad no es algo idílico que concilia autoridad y ternura, ni la familia es un núcleo sólido que brinda el apoyo total para triunfar, ni el amor es eterno; y hay que volver a comenzar desde menos que cero, porque todo lo perdido ha colocado más abajo que debajo, más lejos que ninguna parte, más sola que un juguete viejo y descompuesto, triste como un retrato roto y sin saber ya ni lo que es la desilusión: ya se sabía bastante bien que todo acabaría, pero sólo faltaba el momento en que ese descomunal vacío privara con toda su sensación de absoluto.

Ese día entregó su último trabajo escolar como por no dejar, impasible, exhausta por las excesivas vigilias, sin ánimo para emprender cualquier cosa, harta de los días sin nada ni nadie, porque lo que está al alcance parece la nada y quienes están cerca simplemente representan a nadie. Tan sólo con reclinarse en alguna silla y cerrar los ojos se siente un rumor de voces que mienten, que llaman a todo eso en lo que ya no se puede creer, que aseguran que nada ha ocurrido, que exigen se restituya lo acostumbrado, que se cumplan los sacrificios de la reiterada víctima que ya ni sabe si es tal, si lo fue; que apelan a una armonía que fue sólo un escenario que ya no corresponde al acto, que esperan congelar lo vivido en el desenfreno para pretender posible rescatar algo que haya sido como amor, que pintan de tinieblas la penumbra, que tratan de justificar la inconsistencia, que no reprochan nada y logran recriminarlo todo, que hablan de algo lejano e incomprensible. Sacude la cabeza e intenta despojarse del vértigo con un ansiado reposo distante, arduo, desesperantemente ajeno. Descansar, dejar todo atrás, no pensar más, olvidarlo todo, por fin…

Sergio había abierto un nuevo desorden en el desorden. Había aparecido revoloteando más bien fortuitamente, sin ningún caso. No tenía nada de excepcional pero no era desagradable. No parecía ser brillante pero mostraba inquietudes. No ejerció una atracción irresistible pero encontró los pretextos suficientes para lanzarse al reventón absoluto; desbordó el descontrol que de por si siempre corrió torrencial e incontenible, aunque hasta entonces no acababa de arrastrarla más allá de sus horrores.

Fue al final de una de esas conferencias deslucidas, insípidas, cuando él se lanzó a abordarla sin mucho preámbulo. Nada tiene de extraordinario que algún chavo le haga comentarios sarcásticos a una chica sobre los pretendidos o efectivos desatinos cometidos por los protagonistas de uno de esos actos. Ella detectó de inmediato que el tipo sólo estaba tratando de hacerse el simpático; eso sí, con regular fortuna.

Llegó fácil; pero su distanciamiento no lo era. A Lidia le resonaban continuamente en la cabeza sus argumentos. “Tenemos que tomar un respiro. Nos hemos concentrado mucho en reventarnos, en olvidarlo todo y escaparnos valiéndonos lo demás, pero yo tengo que cumplir mis responsabilidades y tú no me dejas…”

“Es sólo por un tiempo, para replantear las cosas y movernos más libremente. Después podemos regresar y pasarla tan bien como hasta ahora. Es que no tenemos que involucrarnos y someternos a una relación de poder…”

“Creo que tus malestares son un pretexto para retenerme. ¡Qué bueno que no es embarazo! Espero que te recuperes pronto, pero no me busques por ahora…”

Y todo había sido tan sencillo. Axel estaba desahuciado y ella no deseaba su muerte, pero asumía que era inminente; como lo era concluir así ese yugo feroz que él había mantenido. Alejarse, saber que nadie le reprocharía nada porque nadie se ocuparía de verificar nada; dónde había estado, por qué, cuánto tiempo o con quién. Decir tranquilamente que había estado en el hospital, que se quedó con algunos amigos que la acompañaron, o con los tíos o los abuelos. Nadie preguntaría más. Mamá lo aceptaba sin reparos; como tratando de afrontar tácitamente que ahora sí ella podría decidir sobre sus días, su compañía, su cuerpo…

Sergio fue el descubrimiento de otra vida. Primero lograr conocer más a alguien, saber que también hay más experiencias crudas alrededor; tener la confianza de hallar a alguien más que no las ha tenido todas consigo y tampoco lo lamenta estruendosamente. Después encontrar otro contacto, otro placer; saber explosivamente de goces que se les habían extraído sin contemplaciones y se les habían negado; tener la voluntad de tocar, de tener sensaciones propias y compartidas, de acceder al elemental éxtasis sin imposiciones, sin exigencias erigidas sobre silencios y complicidades, luego arribar al goce del exceso. La pronosticada muerte de Axel no pasó de ser el macabro pretexto para inaugurar su propio Jardín de las Delicias, y así precipitarse a la voluptuosidad espontánea deambulando por su tiempo de rincones incandescentes y artificios exuberantes; amarse bajo el cobijo del sol en un insospechado paraje solitario o enclaustrarse de cualquier modo días y noches prodigando regocijos incalculables; desdeñar historias, tragedias previas, sueños fugaces; derrochar los impulsos sin reparar en el dispendio del tiempo, de la salud, de la vida arrojada en el asalto al cielo aquí, ahora.

No hubo conclusión de las catástrofes porque tal vez ni siquiera hubo tales. Tal vez el tedio, el anticompromiso, el sinsentido. Afrontar que Sergio no quería más que disfrutar y que ella empezaba a hartarse del gozar desparpajado. Y vislumbrar apenas que él no creía en la compañía, si acaso en los laberintos del placer, y que ella se vio cada vez más sola, inclusive peor aún que cuando Axel la dominaba completamente, cuando la perversión era la regla. Antes nada importaba porque todo estaba impuesto siempre. Ahora lo único importante era que nunca había mañana.

En aquellos días nunca había que mentir, no tenía que pretender ocultarse nada. Axel escudriñaba sus horarios de escuela y de los empleos temporales que ella obtenía para permitirse un poco más de espacio, con el pretexto de contribuir a solventar premuras económicas que nunca eran la excepción. Se mantenía obsesivamente al tanto de sus salidas de compras o de los ocasionales paseos permitidos a fuerza de disputas formidables y reconciliaciones endebles. Y en sus delirios elucubraba cómo de todos modos ella se evadiría, cómo impulsaría más tentaciones inconfesables. La reprochaba incesantemente, la acusaba de embustera y desvergonzada, se autoproclamaba blanco de la ira de Dios, la acusaba de la provocación del mal en su delirio cíclico de perversión y culpa. Desde mucho tiempo atrás se las arreglaba para desalojar a mamá y a los hermanastros periódicamente y así darse espacio para practicar su ritual siniestro. Tiernamente retozaba con ella cuando aún era niña, la recorría completamente como parte de un juego más, la convertía en una Venus pueril hasta un día cualquiera que consumó el estupro siendo ella apenas púber; y todo eso no fue más que un secreto más del universo familiar, hasta que sobrevino aquel episodio tan confuso como imborrable.

Un día vieron a un médico. La examinó sin preguntarle nada y sólo dirigiéndose a Axel. Luego la dejaron sola un rato. Axel volvió y salieron sin que él dijera palabra. En esos días se sentía fatigada y tenía vértigos. Volvieron al día siguiente; pero todo fue aún más confuso. Una enfermera le ordenó desvestirse, le puso una bata blanca que le quedaba demasiado grande; luego la llevó a una sala donde la ayudó a subirse en un sillón alto, con respaldo reclinado y un apoyo para los pies que la hacía permanecer con las piernas levantadas y flexionadas. Tras unos minutos entró el médico. Apenas tiene una vaga imagen de que la enfermera le aplicó una inyección, tal vez cerca de la cintura. Luego el doctor introdujo un instrumento agudo entre sus piernas. El dolor fue como una llamarada fugaz e intensa dentro de su cuerpo. No tiene idea de cuánto tiempo pasó aquella vez. Después la enfermera la limpió, la vistió. Al salir caminaba trabajosamente, aturdida por todo eso que no podía entender, y Axel se la llevó, otra vez sin decir nada. En casa le dijo que tenía que quedarse a descansar unos días, sin salir ni un momento, ni a la puerta. Se sentía débil y tenía una sensación de ardor desde los genitales hasta debajo del ombligo. Un día o dos después, por la tarde, cuando mamá había salido con los niños y Axel estaba en el trabajo, el ardor creció repentinamente y sintió como si tuviera que expulsar algo. Entró al baño y después de permanecer sentada en el retrete por un rato, arrojó una pequeña masa sanguinolenta. Se asustó terriblemente, pero no le dijo nada a su madre, ni a Axel. A la semana siguiente la enviaron otra vez al colegio. Se sentía saludable, aunque estaba completamente confundida. Sin saber cómo, se las arregló para tomar las cosas como si nada de eso hubiera ocurrido.

Así volvió a los éxitos escolares, a seguir siendo reconocida como un buen ejemplo, como modelo de buena conducta, de dedicación, de capacidad. Para las madres era una muestra patente de lo que lograba la unidad familiar en un hogar guiado por el amor a Dios y por el cumplimiento estricto de los evangelios. Por su parte, Axel optó desde entonces por calcular sus días infértiles, y cada ciclo se daba la ocasión para reeditar su juego atroz.

De alguna manera hubo alternativas que envolvían lo callado con otras experiencias, con ciertos regocijos que dejaban olvidarse de lo demás, de lo de siempre. La hacía sentirse feliz el pasarse largas horas sumergida en historias fantásticas, en los relatos y las historias que le permitían suponer que después de todo podía ubicar un mundo aparte, sin necesidad de otros niños o niñas a quienes desdeñaba cordialmente porque observaba que no había modo de dialogar realmente con ellos. No conocían ni de oídas las maravillas que a ella le entusiasmaban tanto, tampoco les importaba a todos esos condiscípulos reflexionar aunque fuera un poco sobre tantos sucesos del mundo de los que hablaban las lecciones, sobre la sorprendente predecibilidad de los números, las líneas y las figuras, sobre la gracia que ella encontraba en el lenguaje, en la historia, en la naturaleza, en lo que no tenía que ver con su hogar. Sencillamente no sentía ni un poquito de cercanía con los que presuntamente serían sus iguales. Se sentía diferente, aunque nunca se sintió excluida o separada, por el contrario, eso era parte de lo que le permitía ser de algún modo centro de atención. De alguna manera su locuacidad, su aire a la vez distraído y nervioso la hacían simpática a los ojos de las severas señoritas encargadas del colegio. Parecía estar siempre en movimiento, siempre en contacto con distintas profesoras, revoloteando sin sentido por la biblioteca, indagando, ideando algo para distinguirse en sus responsabilidades escolares e intentando forjarlas como parte de sus más propias inquietudes sobre el entorno, la historia, las noticias, la curiosidad por atisbar dentro y fuera del mundo. Con todo eso podía eludir potenciales motivos de rencor, de temor, de frustración. Pero eran una suerte de ensoñaciones vastas y deliciosas, que no prefiguraban como podrían emerger y concretarse, aunque ella las veía como lo más firme y lo más auténtico de si misma.

A fin de cuentas todo aquello representaba ocasiones gratas. Fuera del hogar se sentía como pez en el agua y en casa todo se desenvolvía impasiblemente, sin alteraciones. Los despilfarros enfermizos de mamá, el terrible (des) control sobre los niños, los aterradores desplantes de Axel, los inevitables pleititos entre hermanos, las consabidas conflagraciones conyugales, todo lo que eran los ingredientes del infiernito doméstico. Lo extraño estaba adentro y era lo habitual. Lo propio se hallaba afuera y sólo en esa medida era excepcional, maravilloso; bastaba salir y todo era distinto, aunque afuera estuviera sola, era la única manera de sentirse vagamente feliz.

Salió bien librada del colegio, abjurando de cualquier vocación confesional. Al ingresar al bachillerato y encontrarse un ambiente radicalmente distinto se sintió aún más estimulada. Se las arregló para exigir respeto a sus actividades escolares asumiendo un compromiso de no alterar las demás reglas establecidas. El siguiente paso fue simplemente avisar que además trabajaría en sus ratos libres. Axel reaccionó estruendosamente, pero no pudo echar por tierra la decisión, porque siguió manteniendo sus más irrenunciables condiciones. Más adelante Lidia ingresó a la universidad y poco después se diagnosticó la enfermedad que llevaría a Axel a la tumba a la vuelta de unos cuantos meses.

Ahora, repentinamente, afrontaba que seguía sin haber mañana. Axel, el tierno verdugo, el absurdo tutor, había desaparecido. Sergio, el ángel voluptuoso, el compañero fortuito y aparentemente oportuno, huía muy inoportunamente. Mamá se mantenía cordialmente al margen, sin pretender nada, sin servir de nada. Los escasos amigos se ocultaban absortos en su propios encuentros y desencuentros entre si y consigo mismos. Esta vez estaba pensando realmente que el futuro no parecía posible. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? Nunca le habían importado ni el pasado ni el futuro. Pero el estallamiento del presente estaba derrumbándolo todo, arrojándola a la necesidad de mirar adelante, tal vez de soñar. Otra vez sola, sin rumbo, sin fe; débil y angustiada; renegando de si misma sin saber por qué, considerando que lo mejor sería eliminarse. Se hallaba insomne, cansada, afrontando despiadadamente que ni era tan brillante ni tan alegre ni tan fuerte ni tan promisoria. Se debatía entre el riesgo de nunca rehacerse, de ya nunca reencontrarse, y el de sucumbir a esa llamativa tentación del fin, al imperativo de abandonarlo absolutamente todo, que parecía no ser gran cosa, de ejercer su derecho a terminar de una buena vez. Sacudió la cabeza, caminó hacia la salida confundida entre los que iban y venían, sin ir a ningún sitio, sin llegar a ninguna parte.

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