martes, 17 de enero de 2012

Personaje de la noche


La noche transcurría silenciosa; como cualquier otra ya sin tráfico, sin niños, correteando, sin transeúntes errantes, sin parejas tomadas de la mano. Sólo sombras, sólo el rumor de hojas de árboles callejeros, sólo soledad, la paz incierta y frágil de la noche. Me había quedado en la sala leyendo. Hacía mucho que no permanecía ahí hasta tan tarde. Casi siempre me refugiaba en mi cuarto pronto, aunque ahí me sumergiera en la divagación, en la lectura o en la música durante horas arrancadas a las noches. Esta vez no lo había hecho por simple pereza de cambiar de sitio, o tal vez por transgredir el hábito, o por un íntimo deseo de redescubrir ese espacio tan bien conocido esa noche precisamente. Tal vez estaba esperando que ocurriera algo; pero si así fuera no me habría sorprendido tanto cuando tocaron a la puerta.

Me levanté a abrir con la duda a cuestas, con una vaga intuición de que el inesperado recién llegado era alguien conocido por la cordial seguridad con que había golpeado tres veces en la vieja puerta. Cualquiera hubiera preguntado a voces “¿quién?” antes de abrir, pero mi extraña convicción de que sería alguien inevitablemente bienvenido puso de por medio tan conveniente precaución. Mi conmoción fue grande al ver al personaje que estaba tras la puerta. Era un hombre harapiento, joven, que despedía un penetrante hedor a suciedad y solventes, con los ojos enrojecidos, la mirada perdida y un gesto grotesco. Era obvio que se había atrevido a tocar porque la mía era la única casa en la que había luces interiores encendidas. No sé si se percató del horror que me había provocado, y con una voz que me pareció de ultratumba preguntó en un tono entre suplicante e imperativo “¿me regalas un taco?” Con la simple intención de despacharlo de inmediato, apenas atiné a responder atropelladamente “No. No tengo nada que darte”, y cerré la puerta. Pretendí olvidarme en ese instante de la mala impresión que me dejó aquel sujeto; pero en el fondo su estado lamentable y mi negativa a ofrecerle algún alimento me estaban pesando demasiado. Después de algunos minutos decidí salir a alcanzarlo para ofrecerle algo de cenar, no sé si para lavarme la mala conciencia o por auténtica lástima.

Lo busqué por calles desiertas, o que al menos lo parecían, perseguí sombras que no fueron la suya, temí que la aurora se me adelantara y lo disolviera en el fragor de otro día en que su imagen se multiplicaría por miles en otros hombres, en niños, mujeres o ancianos igual de miserables, para no verse más; me obsesioné con una vaga intuición de que él era la razón de haber permanecido esa noche ahí, en la comodidad de mi sala, esperando por nada; me angustié con la creciente sensación de que no lograría hacer algo indefinible que me permitiera reconciliarme con el destino. Estaba dispuesto a que esa noche ocurriera cualquier cosa, algo que sacudiera el desorden habitual del mundo, algo que cuestionara el caos que sobrellevamos siempre como lo más natural, pero la noche fluía igual que si estuviera plácidamente dormido como cualquier otro ciudadano, insensible a lo que la calle despliega cuando nadie está ahí para verlo, enclavado en la febril mecánica de sueños fabulosos y desquiciados. Aquel hombre ni siquiera sospechaba, no podría ni imaginarlo, que tal vez se estaba convirtiendo en el emisario de alguna nueva capaz de apaciguar el torrente de dudas imperante, de combatir el vacío de estos tiempos de perplejidad, de contener el vértigo total al que en noches como esta se ven arrojadas tantas vidas sin certezas.

Tuve que optar por volver a casa y olvidar de algún modo el fracaso en el examen vital que aquella noche me había sido dado aprobar. Anduve aturdido y cansado por una ruta errática que iba trazando inconcientemente, evitando sin saber por qué las avenidas más transitadas y los recorridos habituales, y cuando sólo me faltaban un par de calles vi unos pasos más adelante que alguien dormitaba acurrucado al píe de la cortina de algún negocio. Era él. Tuve que sacudirlo bruscamente para que reaccionara, y cuando por fin lo hizo me miró como si nunca antes hubiera visto a otro ser vivo sobre la tierra.

“Ven conmigo. Puedo ofrecerte algo de comer”. Me pareció que no entendía nada y apenas masculló algunos ruidos ininteligibles, mientras forcejeaba para que lo dejara tirarse a seguir durmiendo. Tras mucho insistir fui venciendo su resistencia y logré que intentara levantarse, empezó a dar unos pasos sin dejar de tantear la pared ni soltarse de mi brazo, y pesaba como si llevara a cuestas todas las cuentas que le debía la vida. El camino a casa resultó ahora más largo que todo lo que había ocurrido hasta que lo encontré, tropezaba uno de cada dos pasos que daba, y cada cuatro quería reclinarse en la pared para dormir, mientras los escasos coches que pasaban aminoraban la velocidad para ver de soslayo a ese misterioso par de noctámbulos forcejeando en un baile torpe y parsimonioso, mientras la ínfima distancia que nos separaba de mi casa parecía un abismo infranqueable.

Cuando al fin entramos pareció sentirse mejor, pues hasta miró entre sorprendido y desconfiado al interior, como descubriendo el amueblado, la decoración, los objetos, la iluminación, la pintura, y todos los demás elementos triviales que forman cualquier apacible paisaje doméstico. Le indiqué que se lavara en el fregadero mientras sacaba algo del refrigerador para calentar. No dejaba de observar su actuar torpe, el ennegrecimiento instantáneo del chorro de agua al tocar sus toscas manos, la inutilidad de la espuma producida por el puñado de detergente que le entregué, el prolongado enjuagarse hasta que el agua parecía ya no enturbiarse bajo sus manos, la dificultad de secarlas con las toallas de papel que le di para que no usara la de tela, la trastornada rutina de un aseo que para él sólo podía representar un ritual extraño. Miró con avidez la humeante ración de guisado del día anterior que le había servido, se sentó a la mesa y apuró el platillo, las tortillas, la salsa, los frijoles y el café como si fueran el último alimento de un condenado, como quien prefiere aprovechar la ocasión antes de que ésta se agote o se convierta en un engaño. Mientras comía traté de que me hablara sobre su vida, pero a mis cautelosas preguntas se limitó a responder con evasivas desconfiadas, a apresurarse aún más, a agazaparse en sí mismo, a demostrar que un mínimo de cortesía le provocaba repulsión. Sin obtener el más mínimo indicio que me revelara algo sobre las alucinantes expectativas que su aparición había provocado, lo despedí a la luz del día que despuntaba. Salió sin mirarme, gruñendo algo que a duras penas pude interpretar como su modo de dar las gracias y caminó con recuperadas fuerzas para retornar a la inevitable destrucción. Tuve que afrontar que nada había ocurrido; aquel personaje terrible no fue ninguna señal esperada, ningún enviado a revelar algo insondable del mundo, ningún ser extraordinario portador de algo terrible. Para mi decepción era simplemente lo que era, lo único que podía ser.

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