Una vez que hemos transitado tortuosamente de
la concepción romántica y heroica de la historia a la igualmente ingrata
concepción nada romántica de la simple supervivencia heroica, estamos más lejos
que nunca de saber algo que permita responder a las añejas preguntas
fundamentales: quiénes somos, de dónde venimos, dónde vamos, para qué estamos
aquí. Entre la crisis y la incertidumbre se han hecho lugar común los
milenarismos, las visiones apocalípticas, los fundamentalismos, la
superstición, a todo lo cual se añaden las asechanzas más diversas, de los
Malosos al Chupacabras, pasando por presumibles encarnaciones del mal a la vez
tan concretas y tan inconmensurables como el SIDA y el neoliberalismo.
Cuando todo es tan drástica y crudamente
incierto, inaprehensible, ya no alcanzamos a distinguir entre una imagen y una
simple pantalla, una proyección artificial. Frente a una realidad
explosivamente informe, en un mundo sin pies ni cabeza, los hombres y mujeres
comunes y corrientes afrontan que el acto elemental de supervivencia es rolar
sano y salvo por la turbulencia de la urbe; por el escabroso paisaje de
trampas, incógnitas, encantos y horrores de la vida aquí todos los días que de
tanto ser más y más así ya ni se distinguen uno de otro, ocurren tantas cosas
que finalmente termina por no pasar nada, nada.
El acto de supervivencia implica
irremediablemente persistir aún con la frustración de las miradas
indescifrables y evasivas, los roces agrestes en todas partes, en cualquier
circunstancia, los aromas sórdidos (esa hediondez de un mar de almas
descompuestas), la estridencia infinita, infinitamente creciente; en fin, la
violencia condimentada con cualquier cantidad de mierda que hay que tragarse
cada día.
Ante esto, permanecer sobre el fatal filo
entre la simple cordura neurótico histérica y la auténtica esquizofrenia
radical, es de suyo todo un acto de heroísmo. ¿Qué pasaría si entre este
torrente devastador un par de soledades encontraran un pretexto cualquiera
simplemente para decir algo así como “hola, me gustaría saber algo de ti, más
allá de tu inquietante mirada”? ¿Qué pasaría si así fuera, únicamente para
reivindicar un poco así la locura? Pero nadie dice nada, ni así ni de otro
modo, y las soledades al borde de la provocación se distancian, perdidas entre
la infranqueable oleada de ires y venires...
Así, cuando la consigna es “¡sálvese quien
pueda!”, hasta el encuentro entre los amantes parece utópico; pero ocurre
precisamente porque resulta casi imposible; porque en el breve suspiro de la
existencia cada quien logra aferrarse a algún fervor, porque la funcionalidad
de los espacios es invariablemente frágil. Los cruceros constituyen auténticos
teatros; las esquinas son los vértices del amor, de la locura, de la inocencia,
del resentimiento, de la muerte, de tragedias, de comedias, de sátiras, de las
obsesiones más insospechadas, de la indiferencia más absoluta. Y a lo largo de
todos los espacios se tejen historias infinitas que no podemos ni imaginar. A
nadie le importan, y si importaran no serían tan fugitivas. Aun los seres más
convencionales incurren en las más sorprendentes excentricidades, aun los más
aborrecibles se ven tentados al desliz afectivo; todos necesitan el vértigo del
peligro, todos necesitan el consuelo del amor; todos estallamos en la risa
cruel contra el sufrimiento, o por él, todos sucumbimos bajo la densa lápida del
olvido. Todos deseamos que persista por siempre la alegría, todos tememos que
prevalezca la amargura; nadie ha demostrado que no puedan coexistir ni que se
aniquilen recíprocamente, en el horror de lo que ni puede terminar ni puede
durar para siempre.
Más allá de las obsesiones y las
indiferencias se va de lo lúdico a lo vegetativo, para poder volver luego a
aquello que es inefable. La cascarita reconstruye a la calle en un torneo donde
automóviles, peatones, guarniciones, postes, cables, famélicos arbolillos,
puertas, ventanas, bardas, encharcamientos, son simples elementos de la cancha.
Y tras la competencia el triunfo y la derrota se consagran brindando en esas
banquetas y sobre esos coches estacionados que primero fueron mudos testigos de
las hazañas previas. Cualquier sitio transitado es centro de discordia, para
devenir en mercado, para intercambiar tanto chucherías inevitablemente
evanescentes como sentimientos implacables, tan poderosos como un asomo de
infinito, capaces de prometer instantes que permitirán desdeñar el horror al
futuro. Cualquier prado amarillento y tierroso con una leve sombra es oasis
para la siesta, para el sueño contra la razón, y entre los más afortunados para
el intenso y furtivo cachondeo, otra forma de sueño contra la razón, que hasta
puede proveer de regocijo a ávidos voyeristas.
Al mirar y ser mirados en tantas y tantas
circunstancias desplegamos la imagen y nos apropiamos de lo que fuimos capaces
de inventar en ella. Eso es lo que nos queda, propio y auténtico aunque tan insignificante
como la lágrima bajo la lluvia del que sabía que moriría sin tener más tiempo,
sin haber obtenido del Creador nada más que explicaciones inservibles y
consuelos estúpidos, del que asumía un destino fatal desprendiéndose del odio
contra el derrotado verdugo, tan odiado tal vez por ser de algún modo hermano.
Cada quien tiene que rolar por la Ciudad a su
manera, sin apostar por la memoria, sin aspirar al relato perfecto, condenado a
sucumbir al presente infinito; para que la Ciudad pueda seguir siendo
Invisible.
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