“Cada
mañana se nos informa de las novedades del planeta. Y sin embargo somos pobres
en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que no nos llega ningún
acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi
nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en
provecho de la información.”
Walter Benjamin
Esa mañana subí al metro absorto en mis
pensamientos de siempre y sin siquiera poner atención a la cinta que tocaba en
mi walkman. Me apoyé como suelo hacerlo en uno de los postes tubulares aledaños
a las puertas. Miré los invariables anuncios de escuelas que prometen caminos
al éxito y al mejor de los futuros posibles, de pan dulce industrializado, de
golosinas, de modas, de prodigios para el embellecimiento, de licores y otras
tantas amarguras disponibles. También miré en un instante los ineludibles
emblemitas de las estaciones que recorre la línea, después eché una ojeada a
mis coviajeros que lucían tan impasibles y convencionales como seguramente
también yo. No había alguien peculiar; ninguna muchacha excepcionalmente
hermosa, ningún anciano rebosante y vivaz como los que sólo salen en la tele.
Sólo chicas guapas maquilladas o maquillándose, muy presentables o muy
casuales, humildes trabajadores o empleados perezosos y engreídos, estudiantes
ilusionados y desilusionados por igual; pasiones contenidas, ocultas,
ferozmente insondables. Después de un par de estaciones el pasaje ya se había
apretujado lo suficiente para no ir cómodo pero no tanto como para molestar.
Me di cuenta de que mientras el convoy
avanzaba de nuevo algunos de los pasajeros empezaron a desvanecerse; sólo unos
cuantos por todo el vagón, sentados o de pie, perdían nitidez lentamente y se
hacían semitransparentes, como espectros, sin desaparecer del todo. Miré
sorprendido a todos lados y nadie parecía percatarse de lo que ocurría,
inclusive miré mis propias manos y luego palpé mi cabeza, mi torso y mis muslos
para cerciorarme de que me mantenía sólido además de visible. No entendía
porque estaba pasando eso, ahí seguían esas figuras diáfanas y fantasmales sin
inmutarse siquiera; apacibles y hastiados, como si esfumarse fuera un acto
natural, una suerte de mimesis. Dos o tres sortearon las estrecheces como
cualquier otro y se aproximaron a las puertas para bajar en la siguiente
estación. Ahí salieron y anduvieron por el anden sin el menor sobresalto; más
aún, también otros cuantos abordaron tomando sitio serenos y etéreos,
desperdigados como cualquier otro ciudadano, sin revuelo, como las muchachas
bonitas, los empleados, los escolares o los vagos. Yo no salía de mi azoro y no
podía encontrar alguna razón de lo que estaba ocurriendo.
Bajé en la estación a la que iba rodeado de
comunes y desvanencientes por igual. En el anden ya casi era de uno a uno la
relación entre los típicos y los nuevos extraños; en la calle pude ver que
entre los transeúntes, los usuarios de colectivos y tripulantes de coches ya se
contaban muchísimos espectros. Me armé de valor y cuando vi que uno venía
caminando por la banqueta en sentido contrario a mí, me le puse enfrente y
traté de abordarlo, pero sin mirarme siquiera me esquivó con un gracioso
quiebre y no atendió a mi “¡Hey, oiga, espere por favor!” En fin; seguí mi
camino y llegué a la oficina. Ahí noté que había menos gente que de costumbre,
apenas unos cuantos de los otros que trabajan en el mismo piso, tomando café
despreocupadamente, o iniciando sus tareas, o jugueteando y conversando, o
llamando por teléfono, u hojeando algún periódico o revista. Fuera de la
escasez de gente, que hacía el entorno más apacible, nada parecía distinto.
Vi acercarse a la señora que hace la
limpieza, que era la única que tenía aspecto de desvaneciente. Me dirigí a ella
para interrogarla sobre lo que le estaba ocurriendo; “oiga”, le dije, “¿Se
siente bien? ¿No nota si le está ocurriendo algo extraño?”, pero tal como la
otra persona, o mejor dicho, como el otro espectro, la señora hizo caso omiso a
mis llamados, y además, el resto de los que se encontraban cerca me miraron
como desaprobando que importunara su literal abstracción. No me quedó más
remedio que tratar de olvidarme del misterio por el momento, en espera de una
mejor ocasión para averiguar por qué tanta gente se estaba esfumando.
A la hora de la comida la escasez de gente
era impresionante, aunque curiosamente ya no había quienes tuvieran apariencia
espectral. Sin el ajetreo habitual, la mesera aparecía y desaparecía
intermitentemente tal como cualquier día, solícita y distante. Comí sin
contratiempo alguno, pero cuando me acerqué a la caja para pagar, nadie estaba
cobrando. Luego de un par de minutos, al pasar la mesera le pregunte si nadie
me iba a cobrar la cuenta. Se limitó a encogerse de hombros y siguió su camino.
Opté por dejar en la charola el importe de la comida y me retiré.
Después de algunos días sólo saqué en claro
que a nadie le interesaba que los demás desaparecieran. Todos seguían tan
campantes y ninguno de mis intentos de que alguien me diera su opinión al
respecto arrojó resultado alguno, a quienes preguntaba guardaban silencio o si
acaso emitían alguna evasiva más bien torpe. Poco a poco me fui acostumbrando a
que no se viera más que uno que otro pasajero en los andenes del metro, a los
vagones prácticamente vacíos, a las calles sin tráfico, a las oficinas
semidesiertas, a los sitios silenciosos, a la creciente ausencia de cualquiera
que exhibiera desesperación, furia, disgusto, o siquiera un mínimo de asombro.
Los escasos persistentes que compartían conmigo la ciudad se limitaban a lo
suyo, a hacer algún trabajo que no había modo de saber qué finalidad perseguía,
qué beneficio pudiera arrojar, a trasladarse de aquí para allá dubitativos y
presurosos como siempre, a leer o simular que leían las portadas de las
revistas caducas y las primeras planas de los escasos diarios en cualquier
puesto de periódicos, a entrar y salir de los sitios que así les permitían
pensar que había algún lugar a dónde ir.
Cada vez había menos gente y a pesar de todo
el mundo seguía su marcha inexorable, sin que hubiera información al respecto
porque también resultaba más difícil sintonizar la radio, o captar señales
televisivas. Cuando llegaba a verse algún noticiero, lo único que aparecía eran
imágenes de la mesa de un conductor inexistente y escenas intermitentes de espacios
apacibles y solitarios, estadios deportivos con un puñado de obstinados
jugadores, parlamentos con algún orador arengando con infructuosa vehemencia a
las curules, uno que otro representante de las fuerzas del orden enfrentando o
persiguiendo a alborotadores igualmente escasos. En la radio sólo se escuchaba
música alternando en raras ocasiones con locutores monótonos y crípticos
anuncios plagados de estática, y los diarios, cuando se encontraba alguno, si
acaso eran una hoja grande y revestida de tanto interés como antes de que todo
fuera así de absurdo, así de distinto, así de intrascendente.
La gente era la misma de siempre, anónimos,
impasibles, inescrutables, mudos, tal vez hasta ciegos o tal vez es que yo me
empeñaba en ver más de lo que era posible ver, en encontrar razones de lo que
simplemente ocurría como la realidad misteriosa y arbitraria de todo el tiempo.
No tuve más opción que replegarme en mis inapelables asuntos, adaptándome sin
mayor recelo a las nuevas circunstancias; hasta que algo, o tal vez sería mejor
decir alguien, surgió abriendo paso a sus propios misterios.
Una mañana la vi, asediando a uno de los
escasos espectrales que podían verse todavía de vez en cuando, haciéndole
preguntas insistentes como “¿sabías que estás desapareciendo? ¿En verdad no
estás dispuesto a hacer nada? No seas malito, dime por qué luces así de raro,
¿qué es lo que te pasa? ¿A dónde te vas?”, y mientras tanto agitaba una mano
inocua frente al rostro impasible, y ocasionalmente atravesaba
irrespetuosamente la difusa silueta con el paraguas o hasta caminaba a través
de la vaga imagen del espectral, que mientras tanto seguía su camino,
inalterable. Ella saltaba divertida los charquitos de la acera, sin ningún
cuidado pues salpicaba todo el tiempo, como constatando que ni el agua tocaba
al incauto víctima de tanto barullo, tan estoico, tan indolente; y sin embargo
me sentí indignado por lo que consideraba una vejación.
Quise rescatar al pobre cuasitipo, pero ella
sólo se carcajeó de mis desatinadas proclamas por el respeto y contra su
impertinencia hacia otro, quienquiera que fuera o lo que fuera el ente al que
asediaba. Me tomó de la mano y me dijo, “Si no quieres que los moleste a ellos,
entonces tendrás que ocuparte de mí.” Como no me sentí capaz de responder a su
inesperada petición, mejor di la vuelta y traté de alejarme, pero ella se puso
a caminar junto a mí con una expresión jocosa, irreverente. Sacó de su abultada
bolsa una manzana, y tras darle una gran mordida me la ofreció. Me detuve a
decirle que no agradeciéndole el gesto, y seguí andando. Ella se encogió de
hombros y le dio otra mordida a la fruta. Sin terminar de engullir el bocado se
puso a hablar mientras caminábamos; decía que no era su intención hacerle daño
al “nebuloso” (así lo llamó) que estaba persiguiendo antes, pero que era la
única manera de sentir que había alguien alrededor; que era la primera vez que
un “sobreviviente al síndrome de la nada” (así dijo) se había tomado la
molestia de intentar reprenderla, de decirle cualquier cosa por su conducta
impropia con los nebulosos; dijo que estaba sorprendida y muy contenta de que
por fin alguien se había atrevido a hablarle, a decirle algo; que tal vez en
realidad sólo estaba intentando llamar la atención, pero que hasta entonces no
lo había logrado. Casi había empezado a cansarme, a parecerme desesperante;
pero poco a poco su revuelto parlamento me hizo recordar que después de todo yo
también quería ser capaz de insistir en todo eso, de hallar la manera de saber
algo de todos los que ya no se sabía dónde estaban, algo de los que aún estaban
pero de todos modos parecía que no estuvieran; que yo también quería intentar
descubrir algo de toda esa lejanía y toda esa soledad que habían llegado así,
sin anunciarse.
Pero al llegar a la puerta del edificio en
donde trabajo sólo acerté a despedirme con un gesto simple y a mirar como
sonreía otra vez mientras decía “adiós” y se iba caminando con su modo
peculiar, como saltando, como buscando algo que patear, marchando y
deteniéndose, serpenteando por la banqueta aunque el camino estuviera
completamente libre, mirando los edificios, los arbustos, el interior de los
pocos coches estacionados y a los tripulantes de los aún más escasos coches que
de repente circulaban. Después de que se alejó me di la vuelta y entré.
Al día siguiente la vi al salir a comer.
Estaba sentada plácidamente en la cajuela de un coche, leyendo un libro muy
gastado y haciendo bombas con un chicle. Me acerqué sin pensarlo y cuando la
tuve enfrente se percató de que me dirigía hacia ella. Fue entonces cuando caí
en cuenta de que no sabía por qué me iba acercando, me detuve un poco nervioso
y más bien sorprendido, pero ella me lanzó su sonrisa devastadora y se levantó
para recibirme. “¡Hola! ¡Qué gusto que por fin hayas salido! Estaba empezando a
aburrirme de estar aquí. Qué bueno que no paso ningún nebuloso, porque si no
hubiera dejado para otro día mi visita.” En verdad me causó una alegría enorme
encontrarla, pero su manera tan inesperada de recibirme me confundió aún más.
De cualquier modo pude percatarme de que ella
también se alegraba de que yo finalmente hubiera aparecido y así pudiera
dirigirse a mí; como si realmente hiciera falta algo para alegrarla, porque su
sonrisa de cielo claro y ese desenfado tan desconcertante parecían suficientes para
no requerir nada más, para contagiarse un poco aunque costara trabajo, pues
ella no dejaba de ser otra rareza distinta entre la desesperante persistencia
de los sucesos de todo el tiempo. Me tomó del brazo y se puso a mi lado,
apretándose como si deseara confirmar que estaba ahí junto a ella, como si
necesitara hacerlo para que no me arrastrara la ausencia. Caminamos despacio,
en silencio, como tratando de confirmar que después de todo podía haber
alguien, algún otro perfecto desconocido que simplemente está dispuesto a una
caminata sin rumbo, sin palabras innecesarias.
Después de un rato nos detuvimos en un
parque, frente a un pequeño lago artificial casi seco, recargados en una
gastada balaustrada de piedra. Ahí me contó cómo había olvidado todo su pasado
para poder inventarse cada día uno distinto; hasta el día que recordó que
alguien se había quedado a la entrada de un edificio y pensó que ese alguien
podía ser el último que le inventara un pasado de verdad, algo que recordar y
algo que esperar, aunque lo que se esperaba fuera sólo que hubiera alguien a
quien recordar y a quien se quisiera ver después, aunque fuera sólo una vez
más. Me contó que aún no había perdido nada porque a pesar de todo aún no había
encontrado nada, y que ahora estaba dispuesta a crearse respuestas distintas
cada día, siempre y cuando hubiera alguien que las confirmara o las
desmintiera, de algún modo. Me dijo todo eso mirándome como a quien se ve en la
penumbra, dudándose de que esté ahí, como hablándole a un espejo sólo para escucharse
a uno mismo; me lo dijo con una serenidad casi alegre, casi melancólica, que a
pesar de parecer infatigable también parecía surgir por primera vez. Tuve que
responderle que tal vez era demasiado, que tal vez era muy difícil, pero que a
fin de cuentas me había pasado algo parecido, que yo aspiraba a lo mismo.
Dijimos todo eso, o algo así.
Desde ese día nos seguimos viendo para acudir
a cualquier parte a mirar la ciudad rotundamente baldía y apacible, tan quieta
como un espejismo imperecedero que se hubiera petrificado, tan indescifrable
como las inscripciones antiguas en sus respectivas ruinas, tan nuestra y tan
ajena. Entre nuestras infinitas dudas nos acostumbramos a no buscar razones, a
errar arbitrariamente sin mayores sobresaltos que los de las sorpresas que ella
descubría o que a su modo prodigaba, a detenernos justo en medio de cualquier
cruce para darnos un largo beso, a reinventar una pasión incesante en todas
partes y sin ningún pretexto, a colmarnos un poco primero y luego más y luego
hasta el exceso y luego volver a empezar, a noches fabulosas que ansiábamos
eternas y a auroras inesperadas que nunca nos obligaban a derruir los sueños,
porque amarla así no necesitaba ninguna explicación, porque no importaba que a
nuestra manera estábamos solos y que no había nadie a quién preguntarle por
qué; y si hubiera no teníamos intención alguna de preguntarlo. Estar juntos más
que ser una manera de acompañarnos era una forma de afrontar la desolación
imperante, ya fuera la de nuestras respectivas soledades que hicieron posible
un encuentro circunstancial que no reclamaba tiempo ni espacio, simplemente
ocurría; ya fuera la de un mundo cada vez más incomprensible, cada vez más
vacío. Lo único absoluto ya no era la perplejidad, sino esa manera de combatir la
soledad que era estar juntos sin que fuera premeditado, sin haberlo decidido.
Algunas veces me telefoneaba para contarme
sus correrías en la persecución de nebulosos, que no dejaban de ser
infructuosas por más que tuvieran visos de epopeya bufa; para leerme algún
magnífico poema o pasaje memorable de sus viejos libros; para decirme que se le
ocurrían miles de cosas que no me diría por cursis o por obscenas, aunque
terminaba por decir al menos algunas; para revelarme su último hallazgo en el
laberinto insólito de la ciudad que habíamos conquistado; o simplemente para
confirmar la fugaz certidumbre de que yo estaba todavía en alguna parte, y que
ella también. Entonces sobraban los motivos para esperar la hora de largarse de
ese empleo inútil, o mejor aún, para huir de inmediato porque al fin nadie se
daría cuenta, o para abandonar el caos doméstico y alcanzarla en algún sitio
más bien indefinido. También ocurría que llegaba a casa sin previo aviso y me
inventaba el universo que nadie más que nosotros podría conocer, y a pesar de que esto producía un dulce
cataclismo vertiginoso y arrollador, siempre era mejor arribar a ese anticosmos
particular que permanecer en el otro de siempre. En otras ocasiones se alejaba
simplemente porque quería, y entonces me gustaba extrañarla, aunque de repente
el horror a que desapareciera llegaba a invadirme, ese horror de que otra vez
nadie estuviera ahí, en alguna parte, de que ya no hubiera en quien pensar, ni
quien pensara en mí, y cuando estábamos juntos otra vez esos temores caían en
el olvido, sin importar que fuera sólo por ese momento. Así sus días devastaron
promesas inútiles y esperanzas estériles, simplemente transcurrieron.
Parece que hace una eternidad que ya no está.
No sé si desapareció, si se olvidó de mí o si no es más que un mito que
consiste en lo único que los mitos pueden ser. A veces me olvido de ella, pero
parece que eso sirve para que la red que teje la nostalgia sea más y más
enmarañada; a veces estoy seguro de que en verdad logré imaginarla para afrontar
que todos toman un camino sin retorno; a veces sólo trato de convencerme de me
la inventé así. A veces me las arreglo apenas para tolerar su ausencia tratando
de soñar que una vez más andará por ahí, inesperada y esperando a nadie en
especial, jugando a la ausencia imposible reflejada en la memoria imperfecta.