martes, 31 de enero de 2012

NADIE LLAMA



I. Ese sonido del vacío, de la nada en la línea telefónica luego de que el aparato había repicado, como si nadie hubiera marcado el número ni pretendido emplazar una voz susurrante en la maraña electrónica, ni aspirado a obtener otra voz alternativa. Sólo ese inmenso silencio al oído, como un accidente trivial, sin tragedia ni violencia alguna, apenas la ansiedad de escuchar un saludo, un cumplido, aunque sea una excusa por algún error aún más inofensivo; el ruido procesado en el auricular como la más rezagada huella del eco de un estruendo ahora mudo, ese vacío inoportuno, asistemático, luego del timbrar bien conocido que obligó a salir corriendo de la ducha, o que derrumbó el sueño en lo más hondo de la noche, o que interrumpió el desayuno, o el soporíferamente emocionante juego de fútbol, o la charla con algún visitante que para el caso resultaba más cordial.

Durante largas temporadas nunca ocurre, y luego viene una avalancha de llamadas así durante unos cuantos días, a cualquier hora, sobre todo a deshoras, cultivando la intriga y la inquietud por saber de donde viene ese sinsentido, esa confusión en las líneas que deriva específicamente en la mía, moviéndome a contestar a esa parcela de incógnito, de inexistencia, de la más elemental duda.

A veces se oye un ruido lejano de ambiente doméstico, objetos que chocan, utensilios que se mueven; o una respiración sosegada, de alguien a quien al decirle “¡hola! ¿Quién llama?… Hola, ¡Bueno! ¡Bueno!” más bien no escucha o finge no escuchar nada; o suena vagamente alguna pieza musical que lo mismo podría provenir de una interferencia radiofónica, o de alguna grabación tocada sin propósito aparente en ese lugar desde donde han llamado sin propósito aparente; o una risilla imbécil y el corte brusco de la comunicación. A veces ese simple silencio aún más escalofriante.

¿Qué es el silencio? ¿es la voz de lo desconocido? ¿es el lenguaje de quienes logran echar una mirada dentro de si mismos? ¿es una invitación muchas veces desdeñada a escuchar con más atención? ¿es simplemente la derrota temporal del estrépito? ¿es el primer paso de todo camino al olvido? ¿es la respuesta que expira en la punta de la lengua? ¿es el aviso del terror a la tranquilidad? ¿es la rebelión de los murmullos ambientales tenues y arbitrarios que ya nunca podemos o nunca queremos escuchar, que siguen ahí, amenazantes? ¿es una voz que dolorosamente se ha quedado sin nada que decir? ¿es la absurda encarnación de una ausencia? ¿no es más que una de tantas formas de la muerte, un sabotaje a la percepción de lo que sigue ahí afuera? Ojalá pudiera saberse, aunque no tenga ninguna importancia, ojalá hubiera manera de dialogar con quien está lejos y no quiere hablar, simplemente para saber si está arrinconado contra una cabina cualquiera sembrada donde nada crece, si se ha encaramado en la cima de la propia confusión, si representa un peligro mayor que quienes nos aman o quienes nos odian. Pero finalmente no queda otro remedio que colgar y seguir con lo que se estaba o pasar a otra cosa, ya sin la intriga a cuestas, si acaso con un vago hastío o reproche por lo que simplemente pudo ser un error o en el peor de los casos una broma estúpida.

En ciertas ocasiones el silencio es elocuente. Refleja con toda claridad la fe absoluta de los amantes en la cúspide de sus ensueños y las dudas abismales de los amantes sumergidos en el tedio, ilustra la aversión al diálogo de jóvenes, adultos y viejos; sorprende con la inexplicable placidez del sueño de un niño en el ojo de cualquier tumulto de todos los días, muestra el poder del horror, de la esperanza, lo que hay más allá de la victoria o la derrota, más allá de la tempestad, de cualquier violencia. En circunstancias como esas es la voz de lo que no tiene palabras, ni las necesita. Pero la mayor parte de las veces no es principio ni conclusión, sino diáfano interludio, simple misterio, riesgo velado e inocuo, horror de la nada.

La convicción de que alguien escucha la obstinada respuesta al auricular deriva en rabia o indignación, o si acaso en resignada perplejidad. ¿Qué caso tiene escucharlo a uno repetir como grabación averiada ese híbrido impersonal entre imperativo y saludo que es la contestación al teléfono? La suma de las inutilidades ve así incrementados sus efectos; más caminos sin sentido, más diálogos imposibles, más palabras sin significado, más pasiones vueltas ocios vueltos hartazgos; y las preguntas que también sobran: ¿quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué lo hace?



II. Por enésima ocasión marcó el número. Otra vez el tono de ocupado. Sólo quiere saludar pero a ese objetivo tan civilizado se le anticipó una prolongada conversación con quién sabe quién. Es para morirse de envidia. Las veces que han hablado por algunos minutos, cuando mucho, ha sido porque ella se extiende explicando que tampoco esta vez podrá darle una cita, por el trabajo esclavizante, los compromisos familiares y sociales contraídos previamente, los eventuales viajes todavía no confirmados, o cualquier otro pretexto rotundo por indefinido, y luego la inevitable provocación: “te llamo la próxima semana para que vayamos a comer”, dice, o al cine o a echarse un trago o a algo parecido. En esta ocasión van casi dos horas y su teléfono sigue ocupado. Será que está sincerándose con alguien, o desenmarañando las confidencias de alguien, o haciendo un extenso recuento de frivolidades, o cualquier otra cosa que él quisiera simplemente intuir porque no ha tenido la fortuna de ganarse así su tiempo, de horadar en sus secretos más divulgados y en sus obsesiones más prescindibles. Y lo peor es que si logra comunicarse más tarde ya no tendrá mucho sentido intentar conversar luego del olímpico diálogo en que está enfrascada ahora, y habrá que procurarse otra ocasión propicia para llamar sin que sea muy tarde en la noche o sin la alternancia entre la parsimonia y la prisa de los fines de semana, o sin lograr más que escuchar el lacónico monólogo de la contestadora…

Al marcar otra vez el resultado es exactamente el mismo, el tono intermitente como un péndulo de ruido, como un tenaz estroboscopio que apunta a un abismo gélido, como una negativa contundente por reiterada. Las barreras más infranqueables no son los muros ni los fosos ni las alambradas ni los accidentes geográficos ni los océanos, sino las negativas a escuchar, a dialogar, la imposibilidad de entenderse. Apenas ha podido decirle unas cuantas convenciones de rigor y comentar asuntos impersonales que ni vienen al caso, y luego se despiden con esa cortesía glacial y la promesa inútil de verse algún día, de llamarse alguna otra vez. Es todo. Para el caso da igual encender la televisión para hablarle a los que aparecen en pantalla. Ni siquiera son amigos. Si le preguntaran a ella tal vez hasta diría que sí; pero sólo querría decir que han hablado de vez en vez, aunque nunca se hayan dicho nada. Su teléfono sigue ocupado. “Basta por hoy”, se dice, “tendré que intentar algún otro día”.



III. “Bueno”, contestó la voz anónima (“Vaya, parece que hay visitas, o tal vez es su papá, aunque la voz es jovial; pero no, lo mismo pudiera ser una mujer de voz gruesa; debe ser alguien muy familiar para que le encargue responder el teléfono mientras anda en los menesteres de anfitriona. No hay barullo, entonces es un sólo visitante, no hay ninguna reunión…”). El que llamaba saludó mientras pensaba todo esto y pedía que lo comunicaran con ella. “No, marcó usted un número equivocado.” Envuelto en la confusión verificó el número con la voz al otro lado de la línea, aunque sabía que era innecesario. “Sí, este es el teléfono, pero aquí no vive la persona que usted busca.” ¿Qué hacer? La había llamado tantas veces y ahora resultaba que ese ya no era su teléfono (“no pudo haberse mudado repentinamente. Será entonces que cambió su línea, aunque es muy raro…”) Repitió la clave interrogando a la voz si tenía la certeza de que ese era el número en que le habían contestado, y con una seguridad inapelable, sin perder un ápice de cortesía, la voz respondió. “En efecto, es el número de aquí, pero la persona que usted busca no vive en esta casa”. Ya sin mucha convicción, preguntó a la voz si hacía mucho que el número estaba registrado ahí. “No sabría decirle”, fue la respuesta instantánea, cordial, cortante. Trató de pensar una última pregunta que permitiera averiguar algo, pero de repente se escucho la voz de ella, lejana, al otro lado de la línea. “¿Quién es?” La voz desconocida concluyó “nadie; está equivocado”; justo antes del chasquido del auricular colgado.



IV. ¡Qué ganas de oírla! Malditas juntas, cómo quitan el tiempo ¡qué tarde se hizo! Tengo tantas ganas de decirle que ya quiero verla, que quiero estar aunque sea un rato con ella, de compartir anécdotas de los últimos días, del gusto enorme que me dio ver mis propuestas aceptadas en los nuevos planes de trabajo para consternación de los misóginos empedernidos, de la comida con los compañeros degenerados (¡ja! ¡cómo se va a reír cuando me refiera así a los de nuestra clase de la facultad), de la borrachera que el imperturbable y sobrio Jiménez se puso dando el show del día mientras le hacía al galán (si supiera… ¡Qué fácil se alborotan esos pobres!); pero cuando platicamos siempre terminamos hablando de cualquier otra cosa… ¿por qué no me contesta? Vaya que es raro que no esté todavía, mañana es día de trabajo… será que está en la ducha, o algo por el estilo (¡ja! No deja una de evitar pensar directamente en los otros usos del baño; ¡qué pudores caray!), está bien, sólo un par de tonos más. Pero si no estuviera ya se habría activado la infame contestadora ¡qué asco! Tener que hablarle a un aparato… O será que se quedó a trabajar hasta tarde, como de repente tiene encargos de última hora y es capaz de amanecerse con tal de salir al paso, y con eso de que ya pronto va a salir de viaje al otro lado del mundo y chance y ni nos vemos antes… tengo que encargarle unos souvenirs, algo así como una francesita, o de perdís una suiza, porque igual y ni pasa por Francia; pero ya tendrá que contarme sus planes, porque claro que no se va a dedicar nomás a trabajar ¡lo sabré yo! De seguro ya se programó toda una travesía peligrosa para desquitarse de los otros desvelos en blanco, y yo que tendré que limitarme a echarme unos tequilas a su salud, en medio de los ebrios de siempre y de las frígidas de siempre que todavía creen que es mejor tirarse a uno de esos ejemplares, pero allá ellas… ¡Contesta caramba! ¿Pues que se trae ahora? Ni una llamada, ni un mensaje en el buzón de voz, ni correo electrónico, ni un beep ¿pues que dormimos juntas o qué?… Bueno, no todos los días. Pero por muy clavada que esté en el trabajo ya se mandó, no es justo. Voy a tener que bombardearla mañana, cómo que dejarme así de olvidada. A veces hasta parece que ni es mujer, qué se cree que yo no necesito nada o que estoy para cuando lo disponga… ¡Por qué no contesta! ¡Qué la chingada! ¡Por qué no se comunica!

V. “¡Bueno!”, se escuchó la voz fresca, serena, sin mayor énfasis ni el más mínimo asomo de alguna emoción peculiar. “¿Bueno?” Repitió, aunque ahora con ese inevitable tono de duda y reproche de quien no está para admitir nomás así al silencio. Luego se oyó que colgó el auricular. Pero él la había escuchado, y así el mundo sería otra vez, por algún tiempo, un territorio menos siniestro, provisto con las ilusiones trastornadas que el simple sonido de su voz podía invocar.

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