martes, 7 de febrero de 2012

Justicia Terrenal




Tal vez eso no terminaría nunca. No era la primera y de ninguna manera sería la última. Al principio la cosa parecía fácil. Nada más llegar muy temprano en la mañana, tender el puesto igual que todos los demás vendedores de baratijas a lo largo de la estrechísima banqueta, estar a las vivas de las señales que avisan cuando hay que recoger todo en un suspiro porque se acerca la redada, atender el changarro con negligencia porque de todos modos la gente compra, asolearse con los dulces y chocolates de fayuca, que al fin ningún cliente (ni la incauta vendedora) se iba a dar cuenta de que eran saldos caducos sacados de contrabando del vecino del norte (¿pus que no sabían igual que los que venden en las tiendas, y al mismo precio, y a veces hasta más baratos?), aguantar así hasta el anochecer, levantar la mercancía, hacer el bulto y llevarlo a la bodega para hacer la cuenta con la Jefa.

Quién iba a decir que un mal día el chiflido no sería oportuno, y antes de que se arrinconara con todo su tendido en el vestíbulo de la tienda de enseres domésticos frente a la que vendía, caerían los gandallas de Vía Pública, arrebatándole casi todo, y lo que no le alcanzaron a arrebatar fue lo que quedó pisoteado en el forcejeo. Lo peor era que le acababan de surtir de una remesa nueva, tan reluciente que hasta parecía como la de cualquier dulcería muy acá. Hasta se sentía contenta de que ahora si vendía golosinas con envolturas intactas, que todavía no padecían el ajetreo de días y días de ir y venir con todo el tinglado ambulante. Hundida en la impotencia de ver su flamante mercancía perdida, no le quedó otra que ir a buscar consuelo con la Jefa. Ella sabría qué hacer.

La Jefa escuchó su desgracia impasible. Le dijo que no llorara y que todo tenía remedio, nomás era cosa de trabajar duro y de no distraerse, porque eso de que el chiflido se había tardado no era más que el pretexto ante la torpeza cometida. Ahora había que arreglarse para saldar el costo de lo que su descuido había perdido.



“Todo salió como usted quería, Jefa”, informó orgulloso el Filos luego del recorrido relámpago por las calles controladas por la matriarca. “Ya estuvo m’ijito. Nomás dile al Licenciado que no se mande. ‘Ta bueno que tiene que quedar bien con los de arriba y dorarles la píldora a los establecidos, pero eso de que luego hasta quiera vender nuestra mercancía ya es tener poca madre. Mi trabajo me ha costado tener contenta a la gente con sus puestos para que luego este güey venga a querer meter la suya a vender lo que nos quita.”


“Pus si Jefa, a estos cabrones lo único que les interesa es echarse el dinero a la bolsa, pero no se apure. Ahorita ya está todo tranquilo...”

“No m’ijo, qué tranquilo va a estar. De todos modos yo salgo perdiendo y me tengo que recuperar. Yo nomás les digo a los compañeros que le echen ganas y no se descuiden, que me tienen que cumplir con lo que se llevaron; pero luego luego la hacen chillona, que si no les alcanza, que ellos no tuvieron la culpa, que cómo le van a hacer; y pus si no me pagan lo que se llevaron esto no es negocio. Ya andan por ai unos revoltosos diciendo que el Licenciado está arreglado conmigo. Malagradecidos, pus si no fuera por mi no venderían en ningún lado, y si les quitan las cosas yo no puedo hacer como si nada hubiera pasado, pus eso sí sería más sospechoso. Nomás por eso les cobro, pa que todos estemos en paz. Y a esos que le andan metiendo ideas a la gente ya ponlos en paz, que para eso te toca cuidar todo. Si tampoco tú me tienes tan contenta.”

“¿Qué pasó Jefa, pus cuándo le he fallado?”, trató de defenderse el Filos.

“¡Cuándo no! Por tu culpa ya andan ahí unos de habladores y siguen tan campantes. Y ya sé que también tú luego quieres arreglarte con los de Vía Pública, si a mí no se me escapa nada, cabrón huevón, ya te echaron de cabeza y ni en cuenta. Si no sirves p’acer las cosas pa’ti, menos para una. Así que mejor pórtate bien m’ijito, que ya te tocará tu hora, cuando aprendas. Mientras no hagas las cosas a lo pendejo. P’al caso, mejor pídele chamba al Licenciado. Ese hijo de la chingada si nomás quiere estar aplastado en su oficina maltratando gente y arreando con todo lo que nos quita. Nosotros sí somos gente trabajadora.”

La facilidad de la jefa para cambiar del tono inquisitorial al maternal dejaba frío a cualquiera. La mirada dura y el tono de abuela desalmada contrastaban con su conmovedor tono de mamá preocupona en fracciones de segundo. Por su parte, el Filos percibió que sus sueños de grandeza no estaban tan cerca como él pensaba. “No pos sí, está gruesa la Jefa”, pensó para sus adentros.



El Licenciado miró de arriba abajo a la humilde mujer que hecha un mar de lágrimas lo había abordado al llegar a su oficina sin que su despistada pero llamativa secretaria pudiera impedirlo. “No, pues no da el ancho”, pensó al decidir que no la invitaría a pasar al privado. Ella había esperado ahí casi dos horas, pues tenía que verlo ese mismo día, y no podía darse el lujo de dejar de vender ni un día más. “Licenciado, necesito hablar con usted”, le dijo suplicante.


“Bueno, pero que sea rápido, porque mire que estoy muy ocupado, nomás vine de pasada porque voy a salir otra vez”.

Entre gimoteos le explicó a duras penas que unos días antes le habían quitado su mercancía, y que necesitaba recuperarla porque debía mucho dinero, que lo hiciera por una familia humilde que dependía de ese trabajo, que ya no le alcanzaba para darle de comer a sus niños, que por hacer otros trabajos tampoco podía cuidarlos, que su mamá estaba muy enferma, que su marido la había abandonado, que si él se compadecía de ella se lo iba a agradecer toda la vida, que a él no le costaba nada hacerlo, que lo hiciera nomás por caridad, y así toda la letanía de ruegos desolados y dramas de la vida real.

“Mire, señito (bueno, no venía al caso decirle señorita, porque hasta hijos tenía, pero tampoco pasaba por señora cargada de chamacos, así que el licenciado, regodeándose en su perspicacia, optó por un ese término que le pareció intermedio), lo que usted estaba haciendo era una actividad ilegal, y lo sabe, yo nada puedo hacer. Todo lo que se recoge se inventaría y se almacena en tanto las autoridades competentes deslindan responsabilidades. Figúrese la bronca en la que me meto si saco algo de la Bodega. Me acusan de robo, me sancionan por faltas administrativas, me destituyen, y luego ya somos dos las familias que no tenemos para comer. Ojalá pudiera ayudarla, pero en este caso es imposible. Ya no llore, que se va a poner fea (‘sí está flaca, pero fea no es’, rectificó relativamente la primera impresión que la mujer le causó). Si toma las cosas con más tranquilidad todo se va a arreglar. Vaya y échele ganas, pero ya no venda en la calle, ya ve a lo que se expone.”

Inconsolable, la mujer salió casi corriendo del lugar. “Lagrimitas a mí”, se dijo el Licenciado. “Esa pinche arpía cree que primero me va a cuentear con una de estas poquianchis para que luego ya no levante nada porque su gente se queda sin comer. ¡Orita! ¡Qué ella mantenga a sus siervos! Piensan que nosotros todavía somos beneficencia o qué.” Satisfecho consigo mismo por la facilidad con que había neutralizado lo que interpretó como una táctica sutil de su socia forzosa, entró a su privado. A la vez se felicitaba por lo ventajoso que estaba resultando el arreglo con esa mujer que a otros ineptos en su posición sólo les había dado dolores de cabeza. Y esto era sólo el principio de un negocio que mientras más durara, mejor.

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