jueves, 17 de febrero de 2022

Exótico y Crudo Oriente Lo exótico de la miseria, lo crudo de la tragedia II


 (Publicado originalmente en Gaceta del Parque el 24 de mayo de 2021)

Soportar la existencia es el desafío que el instinto nos impone y la conciencia inevitablemente cuestiona

 

Morir de realidad

Ya es casi lugar común aquello de que la poesía existe porque ningún ser humano soporta una dosis demasiado grande de realidad. La poesía, el arte, el goce estético, y a fin de cuentas también la evasión por las experiencias del gozo o la tragedia ajenas, pero eso sí, bien contadas, o en otro grado de evasión, por el dispendio consumista, por el abuso de alcohol y otras sustancias. Como sujetos de la falta eludimos el aquí y ahora (a menos que logremos la hazaña de tornarlo placentero, claro está) y optamos por algún sucedáneo de la realidad. Después de todo ¿Qué demonios es la realidad?

 

La cruda tragedia como horizonte inmediato

A poca distancia de esa plaza Juárez, donde alguna ocasión charlé con El Gato, un día me topé hacía mediados o fines de marzo, en la calle Antropólogos, con un puesto callejero de pozole. Me parece que fue un viernes, el segundo día que Doña Luz, mejor conocida como Lucha, echaba a volar su emprendimiento, con un recurso público a fondo perdido otorgado por el gobierno de la Ciudad.

Lo cierto es que Doña Lucha estaba radiante, me atendió de buena gana, me contó que el primer día de venta le fue bien y la felicitaron mucho por su pozole. En efecto, a mí también me gustó mucho (aunque un poco salado para mi gusto), y ella estaba tan animada que me llenó de nuevo el plato. Me mostró utensilios diversos de cocina y mesa (los típicos platos hondos de cerámica decorada me encantaron), parrilla, cubetas y palanganas para limpieza, sillas, mesas, la pequeña carpa desmontable y todo lo que pudo adquirir para emprender esa aventura de vender pozole. Me anunció que los domingos por la mañana vendería pancita, ese delicioso y picante guiso de vísceras de res que a tantos nos gusta y a tantos les causa aversión. Ese era el objetivo: pozole las tardes de jueves a sábado, pancita los domingos por la mañana. Al fin de semana siguiente volví para probar la pancita. Excelente, y no tan salada. Doña Lucha me volvió a servir un segundo plato, pero no tan rebosante.

¿Es demasiado sensiblero mencionar que vi en Doña Lucha algo de mi abuela Victoria, quien vendió quesadillas, sopes, pancita y otros antojitos en la calle durante años antes de poder abrir con sus dos hijas una lonchería, hace casi seis décadas?

Pero lo ominoso para mí era que Doña Lucha estaba sola. Hijas e hijos, sobrinos, alguna nieta, se asomaban de vez en vez y en algo ayudaban, pero vi que toda la carga del puesto recaía casi exclusivamente en ella. Lo percibí como un mal augurio.

Por razones que no vienen al caso (básicamente, el destino me sacó de Iztapalapa y ahora ando en Azcapotzalco), no he podido constatar las razones por las que los dos o tres fines de semana que pasé por donde Doña Lucha instalaba su puesto, ya no la encontré. El corazón me dio un vuelco.

No quiero ser fatalista. No quiero creer que la lucha la derrotó. ¿Hubo otra cruda y anónima tragedia, otra más, ahí?

Cerraré esta saga que no quiero trágica ni miserable la próxima semana.

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