lunes, 28 de marzo de 2022

Exotismos y Crudezas Chilangas Apuntes para una Arqueología de Desencuentros: B

(Publicado originalmente en Gaceta del Parque, el 23 de noviembre de 2021)


“Escanciaba la cerveza una muchacha joven que se llamaba Frieda. Una muchacha insignificante, rubia, pequeñita, de ojos tristes y mejillas flacas, que, sin embargo, tenía una mirada sorprendente, una mirada de particular superioridad.” El Castillo


Nunca he acabado de entender como un personaje de novela me remitiera de inmediato a B, que no era necesariamente rubia, aunque me encantaba su cabello castaño, ondulado, su tono pálido, sus pequitas. Pero sí coincidía con eso de pequeñita, los ojos tristes de intenso tono café, las mejillas flacas… nada de insignificante.

Pasaron años antes de que pudiera mencionarle un libro que ella no hubiera leído ya. Su dominio de la ciencia ficción clásica era absoluto, y definitivamente se movía con soltura en la novela latinoamericana y en la novela histórico sociológica decimonónica, que era lo que yo torpemente devoraba con devoción en aquellos años. Podría haber pasado por condiscípula con esa pinta de niña ñoña, pero ya estaba pronta a titularse y hacía sus pininos como docente. Disimulaba la falta de tablas fumando un cigarro tras otro durante su clase. Vaya que eran otros tiempos.

Me ha ocurrido unas cuantas veces, aunque más bien he perdido la cuenta: de ese gusto por la convivencia con una mujer a todas luces linda, interesante, firme, sencillamente fascinante, a un alejamiento que a veces parece inevitable, a veces no tiene la menor relevancia ni consecuencia. A veces es tan insoportablemente doloroso.

Era agradable llamarla desde alguna caseta telefónica en los accesos de la (entonces) ENEP Acatlán para pedirle que me recibiera en esa casa a unas calles de lo que alguna vez fue el Autocinema Satélite. A saber cuántas veces me recibió de buena gana, creo que más por sobrellevar su soledad que por auténtico gusto por recibirme. Pero todo había empezado porque con mi pandilla de entonces, dos valedoras de incierta memoria (pero el Desencuentro con C también es una historia pendiente), un valedor que ya no sé si alguna vez volveremos a entendernos, nos volvimos sus asiduos, seguramente por la misma razón.

De esas visitas en bloque pasé a comunicarme y asistir por mi cuenta, y en algún momento muy a la Lugones (“esa vaga congoja de dejarte, me hizo saber que te quería”), a convertirla en esa obsesionante que me desbordó los sentimientos por años. Creía que nunca más amaría así. Así la soberbia ingenuidad del enamorado bisoño, y desgraciado.

Alguna ocasión que en la pandilla no nos decidíamos a volarnos las clases para treparnos en su fabuloso Mirage R5 e ir a su casa a escuchar música y filosofar como los escuincles pretensiosos que éramos, ella uso uno de esos gestos imborrables que poco a poco ya me estaban conquistando.

“Ándale Paco, ya vámonos. No pasará nada si no entras a tus clases de hoy”, me dijo secundando la insistencia de la pandilla. Muy propio, le respondí: “Pues sí, pero aunque sea ruégame un poco”. Ella puso esa cara de circunstancia tan suya, pero de inmediato sonrió pícaramente y dijo: “Esta bien, te ruego que vayamos”. Me fingí indignado, y entre risas le reclamé: “¡¡Pero ruégame sinceramente!!”. Repitió la sonrisa y elevando los ojos, se puso la mano derecha en el pecho y recitó con voz afectada: “¡Paco, te ruego sinceramente!”

Sé que estallé en una de las carcajadas más atronadoras de mi vida. Sí, con momentos como ese empecé a amarla desmedidamente.

Eso fue hace épocas. Luego pasaron tantas cosas. Ante su rechazo a mis asedios me alejé de ella alguna temporada, retorné y en algún momento de flaqueza aceptó intentar algo conmigo. Ese invierno del 89 ocurrieron algunas de las semanas más felices, más extrañas, de mi vida. Un mal día que la fui a visitar reiteró que ella no sentía lo mismo, me dio un último beso de despedida (unos años después me regaló otro beso inolvidable, que nos sirvió a los dos para saber que solo seríamos buenos amigos…), y yo no tengo idea de cómo hice para regresar a casa aquella maldita noche.

Creo que hace más de un año que no nos comunicamos. Me gusta creer que si le escribo, o la llamo, aunque haya que insistir unas cuantas veces, de un momento a otro responderá. Pero todo silencio es siempre elocuente.

En ese silencio glacial se fraguan los desencuentros que van de ser imperceptibles a ser tan definitivos.

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