(Publicado originalmente en Gaceta del Parque el 14 de septiembre de 2021)
El miedo devora las almas
“Hemos amado tanto a la noche, como para temer la oscuridad”
Una vieja rola de Elton John dice algo así como: “No puedo iluminar más tu oscuridad / todas mis imágenes se desvanecen en blanco y negro / Estoy cansando y el tiempo se detiene ante mí / Congelado aquí, en la escalera de mi vida / Es demasiado tarde para salvarme de caer / Me di la opción de cambiar tu forma de ver la vida / Pero malinterpretaste mis intenciones cuando nos encontramos / Cerraste la puerta y me dejaste cegado por la luz”.
¿Qué es la luz? ¿Estamos tan acostumbrados a la oscuridad que la más mínima luz nos ciega? El lugar común dicta que el momento más oscuro de la noche es cuando ya despuntará la aurora. Así alimentamos la expectativa de un nuevo día, del amanecer con ánimo renovado, con algún horizonte claro, con otras esperanzas y fervores.
Depositamos así en la aurora esa pretensión de un mañana, de un futuro otro, de alguna redención que borre toda oscuridad, sin acabar de comprender que esa oscuridad y esa luz viven en el conflicto de nuestras almas. Nos horroriza atisbar en nuestros abismos, no nos vayan a arrastrar, y de cualquier modo los arrastramos todo el tiempo por ese miedo perenne de tropezar ahí, sin percatarnos siquiera. Pero sin reconocer toda la oscuridad no hay reconciliación posible. Sin iluminar ahí no puede haber perdón.
¿Pero qué es la verdad? En estos tiempos la verdad se ha vuelto tan precaria y acomodaticia, parece ser lo que a cada quien convenga que sea, y así no hay verdad posible. Estamos ciegos y así ni siquiera existimos. Somos como esos vulgares testigos de la despampanante mujer que parte plaza como una verdad elegantemente ataviada, a la que deseamos desnudar y gozarla. Una imagen oportuna y despiadada da cuenta del portento. De los mirones ni quien pretenda acordarse. La aurora no es para ellos.
“Quien tema a los fantasmas, que no salga de noche”
Ni acaricie sus nostalgias. Aun sin poder ver nada la memoria nos traiciona, nos satura de fantasmas y de los demonios que emergen alrededor de todo eso que no comprendimos, o nos negamos a comprender. Sin promesa de luz, de nuevo día, la noche se nos eterniza. En su tempestuoso oleaje quedamos a la deriva y apenas podemos aferrarnos a esas nostalgias fantasmales que nos gritan que hubo paz, alegría, gozo. Sobrevivimos en tanto mantenemos esa adicción.
En la ansiedad por una plenitud que solo puede ser acotada, circunstancial, mientras nos la exigimos perenne, no vislumbramos en la noche, en su profunda oscuridad, el momento para la placidez, para el reposo en los afanes, para la reconciliación de todo lo que nos atormenta… porque muchas veces ni siquiera hemos alcanzado a reconocerlo, a mirarlo cara a cara. Así el miedo a explorar en nuestros abismos, en nuestros horrores. Preferimos pretender que simplemente no existen.
Retornar sin tropezar con las mismas piedras, sin pretender revivir lo ido, sin reproducir el mismo horror, o al menos aceptando mirarlo cara a cara, para aspirar a derrotarlo por fin. Nada fácil dar el paso para exorcizar tantos demonios.
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